La cercanía de las primeras comuniones nos recuerda también la importancia de la primera o primeras confesiones de los niños. La Santa Sede sigue considerando oportuno mantener la confesión antes de la primera comunión (CIC c. 914). La introducción del niño a la primera Confesión y Comunión es un paso decisivo en su iniciación en la fe de la Iglesia, debiendo trabajar en esta tarea conjuntamente padres, educadores y parroquia. La base de esta norma no es para los niños su estado de culpa, sino la finalidad formativa y pastoral; es decir educarles desde su más tierna edad para el espíritu cristiano de penitencia, en el crecimiento del propio conocimiento y dominio de sí, a fin de alcanzar el justo sentido del pecado, incluso del venial, así como en la necesidad de pedir perdón a Dios y confiar en Él. Hay también que inculcar en los niños más que el sentimiento de la culpabilidad, la serena alegría del encuentro con el Padre que perdona, tal como se expresa en la misma fórmula de la absolución que pronuncia el sacerdote.
Por supuesto es muy importante el papel del sacerdote, que ha de ser acogedor y cariñoso, sin interrogatorios absurdos y procurando educar adecuadamente la conciencia moral de los niños. Quien ha experimentado el valor de la confesión individual en su infancia no la abandonará tan fácilmente, por lo que hay que cuidar estas confesiones para que los niños adquieran una experiencia positiva de ellas y eviten así los peligros de la rutina y de la trivialización.
Con los niños se seguirá normalmente el segundo rito (varios penitentes con confesión y absolución individual), pero conviene también que se confiesen conforme a la fórmula primera del Ritual (rito para reconciliar a un solo penitente). En cualquier caso hay que ayudarles a formar seriamente su conciencia cuidando los aspectos pedagógicos del sacramento de la reconciliación, que en su caso tienen una importancia capital.
Recordemos que la confesión de los niños es siempre de devoción, porque aun no tienen capacidad para cometer pecado grave, ya que todavía no han alcanzado ni la plena conciencia ni el pleno consentimiento. Debemos distinguir entre la capacidad de confesarse, que sí la tienen, aunque con frecuencia muy imperfecta por su ligereza y superficialidad, y la necesidad de confesarse, que no existe al no haber pecado grave. Ciertamente la confesión, que ha de hacerse en forma de diálogo, puede ayudar al niño a descubrir y percibir los valores religiosos y morales, así como para corregir sus ideas equivocadas, como creerse que son pecados mortales cosas que ni remotamente lo son.
Cuidemos las celebraciones penitenciales para ellos, adaptándonos a su edad y situación, evitemos las confesiones masivas e intentemos no tengan ni siquiera la apariencia de coacción, prisa o rutina. Ojalá que nosotros mismos logremos vivir este sacramento como liberador, para que así nuestros niños perciban esta misma vivencia y ya desde pequeños tomen conciencia de su vínculo personal con un Dios que les ama y con el que se relacionan gracias a la oración y a los sacramentos.
En cuanto al modo concreto de confesarse, es conveniente, más todavía que si se tratara de adultos, que el niño pueda ver el rostro de quien le habla. Su mimetismo espontáneo necesita ver la cara de quien charla con él, que para el niño es tan expresiva como su palabra y recordemos que es deseo de la Iglesia que la confesión sea un encuentro con Cristo a través del sacerdote, que es su intermediario y ministro. Es importante asimismo que el niño oiga bien las palabras de la absolución para consolidar en él su convicción que ha sido perdonado.
Pedro Trevijano, sacerdote