La explosión nos sobresaltó, quebrando la serenidad de una mañana lluviosa, muy aprovechable para trabajar en la Universidad de Navarra. Inmediatamente salimos a los pasillos y ante nuestros ojos surgió, a través de los ventanales que dan al campus, una densa columna que ennegrecía el cielo.
La imagen no podía menos que evocar, por resonancia, aquella otra, mucho más grave, de las Torres gemelas, antorchas humeantes que dejaron tras de sí la desolación del 11S-2001. (No cabe desde luego comparar los dos atentados, en cuanto al origen y las causas, los autores y los resultados, etc. Sin embargo, hay cosas en común en todas las agresiones terroristas, comenzando por el sentimiento de vulnerabilidad que surge en los atacados).
Pocos meses después de los dramáticos acontecimientos de Nueva York, escribía Juan Pablo II su mensaje para la Jornada de la Paz (enero de 2002). Comenzaba por subrayar la sustancia del Evangelio: “Los pilares de la paz verdadera son la justicia y esa forma particular del amor que es el perdón”. Era consciente de la dificultad de hablar en estos términos, cuando todavía los ánimos estaban revueltos y, por así decir, las aceras levantadas, a causa de lo ocurrido, Y sobre todo porque, decía, tendemos a oponer la justicia al perdón. Pero el perdón se opone al rencor y a la venganza, no a la justicia, que es condición de la verdadera paz. Ahora bien, precisamente porque la justicia humana es frágil e imperfecta, debe completarse con el perdón, que “cura las heridas y restablece en profundidad las relaciones humanas truncadas”. Perdonar no significa inhibirse ante las legítimas exigencias de la justicia, sino que, al inscribirse en el marco del amor, apunta a una justicia más plena que sea capaz de restañar las heridas producidas por el desorden que altera la paz.
El perdón, tiene raíz no sólo cristiana, sino también humana. Todo tenemos la experiencia de la necesidad del perdón, ante el mal cometido. Nos damos cuenta de nuestra fragilidad y deseamos que los demás sean indulgentes con nosotros. “Todo ser humano abriga en sí la esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas. Sueña con poder levantar de nuevo la mirada hacia el futuro, para descubrir aún una perspectiva de confianza y compromiso”. Y esta experiencia no se queda en el ámbito individual, sino que afecta a la sociedad: “La capacidad de perdón es básica en cualquier proyecto de una sociedad futura más justa y solidaria”. La paz es condición para el desarrollo de los pueblos, pero una verdadera paz sólo es posible por el perdón.
Reconocía que todo esto no es fácil de aceptar a primera vista. El perdón parece signo de debilidad y derrotismo, mientras que la violencia parece vencedora a corto plazo. Pero en realidad sucede lo contrario: la violencia es debilidad impulsiva y engendra cadenas de destrucción permanente, mientras que el perdón supone fuerza espiritual, valentía moral, plenitud de humanidad.
Precisamente al servicio de esta pedagogía del perdón, a favor de la paz y contra el terrorismo –proponía Juan Pablo II– deberían situarse las religiones; “porque el hombre que perdona o pide perdón comprende que hay una Verdad más grande que él y que, acogiéndola, puede transcenderse a sí mismo”.
Y concluía que, justamente por esa razón, la oración por la paz no es algo que viene “después” del compromiso por la paz; al contrario, la oración se sitúa en el origen y en el núcleo mismo del esfuerzo por edificar la paz en el orden y en la justicia. “Orar por la paz significa abrir el corazón humano a la irrupción del poder renovador de Dios. Con la fuerza vivificante de su gracia, Dios puede abrir caminos a la paz allí donde parece que sólo hay obstáculos y obstrucciones; puede reforzar y ampliar la solidaridad de la familia humana, a pesar de prolongadas historias de divisiones y de luchas… Orar por la paz significa rogar para alcanzar el perdón de Dios y para crecer, al mismo tiempo, en la valentía que es necesaria en quien quiere, a su vez, perdonar las ofensas recibidas”.
Por eso ahora, al mismo tiempo que manifestamos nuestra repulsa ante cualquier atentado contra la vida humana, en cualquiera de sus fases y contextos, hemos de rezar a Dios, dándole gracias porque nos ha librado de males mayores, pidiéndole por todas las víctimas del terrorismo y sus familias; sin olvidar la oración por los causantes de estos actos que ofenden gravemente a Dios y a la dignidad de las personas, para que abandonen la violencia y se sumen a la paz, “aquella paz que sólo puede nacer del encuentro de la justicia con la misericordia”. Diario de Navarra
Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra