Identificación y tratamiento (y II)
En mi anterior artículo estudié y describí a quienes son llamados trolls, o reventadores, en los blogs y Periódicos digitales. Y lo terminaba preguntándome ¿cómo discernir al auténtico troll y cuál es el tratamiento literario que conviene darle? «Comprobando si en sus comentarios muestra tener uso de razón y de fe, y guardando las leyes de la lógica».
Vamos con ello.
Verificar la condición racional del comentarista.– El comentarista, no lo pongo en duda, es un hombre, es una persona humana, y por tanto, es un ser racional. Pero queda por ver si tiene uso de razón. Esto es algo que no siempre puede darse por supuesto. Más exactamente: antes de entrar a discutir con alguien hay que ver si tiene uso de razón para tratar del tema concreto debatido –aunque lo tendrá para otros temas en los que su razón no está obcecada–.
El troll-reventador típico es un comentarista que no se molesta en considerar los argumentos y datos cuidadosamente aducidos por el autor del artículo y después por otros comentaristas. Los ignora olímpicamente cuando contradicen sus afirmaciones, y aunque a veces éstas hayan sido refutadas patente y abrumadoramente, él las reitera sin cansarse, y sin esforzarse nunca en responder los argumentos de quienes le han resistido. No escucha, pues, las contradicciones que se le hacen; está sordo: sencillamente, no atiende a razones. Y esto es lo que quiero significar al decir que no tiene uso de razón. Discutir con él es como discutir con un borracho. Escribir laboriosamente un argumento en su mente es como escribir con un dedo en el agua. No conviene, pues, discutir con quien vemos que se autoriza a sí mismo a no pensar con la cabeza, sino con el hígado, las vísceras o los pies.
Esta falta de racionalidad en el troll-reventador suele ir unida con frecuencia, a posiciones insolentes, malintencionadas e incluso insultantes. Pero atención aquí: esto no siempre es así. Hay casos en que el troll-reventador no tiene mala intención alguna: solamente es un mentecato (mente-capto). Ya el Derecho romano distinguía entre los furiosi, los locos, y los mente capti, mentecatos. Los primeros están totalmente privados del uso de la razón, aunque tengan intervalos lúcidos. En tanto que los segundos poseen la facultad racional, pero escasamente desarrollada.
Verificar la condición católica del comentarista.– Evidentemente, esa verificación habrá de hacerse de un modo sumamente discreto e implícito, pero no es difícil hacerla. En la discusión que pueda organizarse en la sala de los comentarios de un blog católico, como he dicho, no tiene por qué participar un no-católico, a no ser que lo haga con todo respeto y declarando su condición personal. Un comentarista, por ejemplo, que confiese creer en la Biblia y en el Credo, pero que declare que su pensamiento queda por encima de cualquier enseñanza o norma disciplinar dada por la Autoridad apostólica de la Iglesia en Concilios, Códigos, Encíclicas o lo que sea, no tiene derecho, por decirlo de alguna manera, a intervenir en una disputatio intracatólica. Simplemente, no es católico, no piensa al menos según la fe católica, y sabemos por eso a priori que los argumentos católicos en torno a la cuestión debatida han de traerle sin cuidado, le resbalan, van a resultar totalmente inútiles.
¿Qué objeto tiene, pues, admitirlo a la discusión, sobre todo en aquellos casos en que muestra claramente mala voluntad? ¿Qué sentido tendría que alguno de nosotros entrara en el blog de una comunidad Hare Khrisna para discutir en su sala de comentarios, y a veces con ironías y argumentaciones agresivas, la conveniencia de ciertas normas suyas dietéticas o vestimentarias? Esos temas han de ser discutidos entre «ellos». En las discusiones de ese blog nosotros no pintamos nada. Somos intrusos.
No discutir la menor con quien niega la mayor.– Si en los comentarios de un artículo o post se trata solamente de hablar por hablar, cualquier procedimiento dialéctico vale para eso. Pero si se pretende crecer en el conocimiento de la verdad, es entonces imprescindible seguir ciertos procedimientos lógicos exigidos por la veracidad de la mente humana.
Actualmente, debemos reconocerlo, somos bastante bastante torpes en el arte de la dialéctica. Y el espectáculo tan precario que con frecuencia se contempla en ciertos foros, tertulias y patios de comentarios testimonian esto de modo indiscutible. Los griegos, como también los antiguos escolásticos cristianos, conocían la lógica y el silogismo, y tenían un conocimiento del arte de la discusión muy superior al que tenemos nosotros. La primera pretensión de la Schola clásica cristiana era enseñar a pensar con lógica, rectamente, sin caer en trampas mentales, asimilando la lógica aristotélica y ejercitándose en ella en las disputaciones. En el siglo XVIII reconocía Kant con asombro que la lógica formal aristotélica era la única ciencia que había nacido perfecta, pues respondía objetiva y universalmente a las leyes íntimas de la mente humana.
Pues bien, aquellos que eran hábiles en la discusión lógica sabían perfectamente (lo diré simplificando mucho la cuestión) que solo puede alcanzarse una conclusión verdadera partiendo de unas premisas verdaderas: es decir, fundamentándose en una premisa mayor, que es la primera proposición del silogismo, la más básica y universal («el hombre es libre», «hay acciones intrínsecamente malas, que ninguna circunstancia puede hacer lícitas», etc.), y apoyándose en una menor, que es la proposición segunda (por ejemplo, «el aborto mata voluntariamente una vida humana»). Normalmente se daba en la discusión un acuerdo en la mayor, y el debate se centraba en la menor, para llegar así a una u otra conclusión.
Según esto, fácilmente se comprende que no merece la pena discutir la menor con quien niega la mayor. Es perder el tiempo, por ejemplo, discutir sobre «la conveniencia de la adoración eucarística» con una persona que no cree que «Cristo está presente realmente en la eucaristía». Sin embargo, cuántas veces en tertulias radiofónicas, discusiones académicas, patios de comentarios y en otros foros semejantes, se discute el enunciado de una menor, sin asegurar previamente el acuerdo en la mayor. Pero esto, obviamente, es inútil, no tiene sentido. ¿Qué hacemos discutiendo, por ejemplo, sobre el vestir de sacerdotes y religiosos, con quien niega la mayor: es decir, con quien niega que en sacerdotes y religiosos haya una nueva y especial consagración, o con quien no acepta que exista en la Iglesia una Autoridad apostólica de fidei et morum, establecida y asistida por el Señor?
Cuando discutimos, pues, procuremos siempre en lo posible no andarnos por las ramas, y bajar al tronco, para alcanzar desde él los frutos y flores del árbol. No perdamos, pues, el tiempo discutiendo menores, sin haber asegurado previamente que los otros aceptan la verdad de los principios mayores.
¿Y qué hacer con quienes niegan la mayor?.– Reorientar la discusión, procurando que el diálogo pase de la menor a la mayor. Es decir, intentar por el diálogo llegar con ellos a un acuerdo en la verdad de la mayor. Y solo en la medida en que acepten ésta, entrar a discutir con ellos sobre la menor.
Ya he dicho que el troll-reventador tiene a veces su mente cautiva de ciertos errores, con culpa o a veces sin ella (error invencibilis). Pero el Espíritu Santo, «el Espíritu de la verdad» (Jn 16,13), puede liberarle de esas tinieblas del error, dándole la luz de la verdad. «La verdad os hará libres» (8,32), libres de la cautividad del error. La verdad liberará a los mente-capti de su lamentable condición. Y para eso Cristo, que «es la verdad» (14,6), suele servirse de alguien que, con amor y fortaleza martirial, como Él lo hizo, da al mente-capto «el testimonio de la verdad» (18,37), y de este modo lo redime de su cautividad, le hace libre.
¿Y qué conviene hacer con quienes persisten en negar la mayor?– No seguir discutiendo, y optar por la oración de súplica y el silencio. Ante sus jueces inicuos, que le acosaban con preguntas y argumentos, «Jesús callaba» (Mt 26,63).
Sin un acuerdo previo, siquiera mínimo, sobre la mayor, la discusión sobre la menor es completamente inútil. Proseguir en ella solo sirve para establecer un diálogo entre sordos, condenado necesariamente al fracaso. Persistir en el debate solo conduce a destrozarlo. Y sucederá entonces que habremos picado en el anzuelo echado por el troll, es decir, por el reventador de turno.
José María Iraburu, sacerdote