No son mano de obra barata. No pertenecen a un grupo de especialistas o a un reducto de sometidos. No son tampoco los indignados sindicados frente a la patronal episcopal, como a algunos les gustaría. Me estoy refiriendo a esa parte de la Iglesia de Jesucristo que representan los consagrados a través de sus variados y complementarios carismas. Son un regalo del cielo con el que todos somos bendecidos en su vida apostólica o contemplativa.
El Vaticano II les dedicó palabras preciosas que no han perdido para nada su valor, y que siguen siendo faro todavía para una historia santa y bendita que se sigue escribiendo: «cuiden con atenta solicitud de que, por su medio, la Iglesia muestre de hecho mejor cada día ante fieles e infieles a Cristo, ya entregado a la contemplación en el monte, ya anunciando el reino de Dios a las multitudes, o curando a los enfermos y pacientes y convirtiendo a los pecadores al buen camino, o bendiciendo a los niños y haciendo bien a todos, siempre obediente a la voluntad del Padre que le envió» (LG 46).
Ahí están los Benitos, los Agustines, los Franciscos, los Domingos, los Ignacios, las Claras, las Teresas, los Boscos, los Claret… tantos hijos de Dios que han creído el Evangelio de Cristo, que lo han hecho vida cotidiana desde una comunión filial con la Iglesia, que lo han contado de modo audaz, profético, arriesgando su vida y pagando el alto precio del martirio. Cuánto bien han hecho y siguen haciendo discretamente los consagrados en esta Iglesia y en este mundo haciendo lo que tienen que hacer, por amor a Dios y por amor a cada hermano concreto.
Lo recordó Juan Pablo II en uno de los textos más incisivos sobre la vida consagrada:
«La búsqueda de la belleza divina mueve a las personas consagradas a velar por la imagen divina deformada en los rostros de tantos hermanos y hermanas, rostros desfigurados por el hambre, rostros desilusionados por promesas políticas; rostros humillados de quien ve despreciada su propia cultura; rostros aterrorizados por la violencia diaria e indiscriminada; rostros angustiados de menores; rostros de mujeres ofendidas y humilladas; rostros cansados de emigrantes que no encuentran digna acogida; rostros de ancianos sin las mínimas condiciones para una vida digna. La vida consagrada muestra de este modo, con la elocuencia de las obras, que la caridad divina es fundamento y estímulo del amor gratuito y operante» (VC 76).
El Pueblo de Dios tiene una deuda de gratitud por el regalo que el Señor nos hace en los consagrados. Y quiero decirlo yo bien alto, como religioso franciscano y como obispo, precisamente cuando una vez más he sido objeto de calumnias y mentiras para pretender decir que estoy contra la vida consagrada porque he actuado responsablemente como obispo. Deseamos una vida consagrada renovada y velamos por ella. Nos interesa su autenticidad y no somos indiferentes ante los sucedáneos. Amamos su fidelidad y no miramos para otro lado ante sus fracasos. Nos alegra que cuenten la Buena Noticia que comenzaron a narrar sus fundadores, y nos entristecen la secularización y los derroteros a ninguna parte de algunas de sus derivas.
Por eso queremos a la vida consagrada, y brindamos con gozo por tanto bueno que hacen para bien de la Iglesia y de la humanidad, al tiempo que lamentamos con dolor todo cuanto empaña su buen nombre o despeña su vida y santidad. Esto y no otra cosa, es lo que nos mueve a dar gracias y a pedir gracia por ellos, a alentarles con entusiasmo y a corregirles con respeto, a bendecir a Dios por el don de su presencia entre nosotros y a abrazar eclesialmente sus carismas.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm, Arzobispo de Oviedo