Leí hace tiempo en un artículo unas palabras de Ersilia Goretti, hermana de María, la santa adolescente que murió defendiendo su castidad. Se trataba de una entrevista en la que le preguntan si la canonización de su hermana le produjo beneficios materiales. He aquí la respuesta:
«No, no nos ha reportado ni el éxito ni nos ha facilitado una mejor posición social. Siempre hemos vivido como ella, de nuestro trabajo, y hemos educado a nuestros hijos del mismo modo en que, con toda seguridad, los hubiera educado ella: con nuestro sudor. Pero he de decir, sin embargo, que la protección de mi hermana ha sido siempre palpable, evidente. Siempre nos ha proporcionado trabajo y paz. Ella deja que suframos en la vida porque, indudablemente, quiere que obtengamos el paraíso con el sudor de nuestra frente, el trabajo de cada día y el sacrificio. Mire, mi hermana Teresa está enferma y se halla en una clínica. Está totalmente enyesada, en cruz, como Cristo. Marietta no la cura, pero le da la fuerza y gracia para soportarlo con amor».
Estas líneas no tienen desperdicio. Y es que muchas veces se puede pensar que estar al lado de un santo trae beneficios admirables, como si te tocara la lotería o fueras amigo del presidente del país. Posición esta muy típica de nuestra época en donde la mayor bienaventuranza es la de vivir sin trabajar y obtener el éxito sin el mayor esfuerzo posible. ¡Cuántas veces se cae justamente en la tentación de exigirle a Dios algo a cambio de lo que nosotros le damos! «Te he dado tal cosa; ahora dame tú esto otro». Y se cree que la única palabra del vocabulario de Dios tiene que ser un sí, cuando también puede -y debe muchas veces- responder un no.
Si se aplica esto a la salvación eterna de cada persona, sucede algo parecido. Muchos suelen decir a un sacerdote: «Ya que soy tu amigo, tendré mi entrada al cielo asegurada», como si fuese una especie de pase VIP para todo aquel que le conoce. Pero Ersilia Goretti, hermana de una mártir, nos lo deja muy claro: el cielo se gana con el sudor de la propia frente. Y ser hermano, amigo o conocido de un santo, o de una persona consagrada, no proporciona la salvación asegurada… aunque es obvio que puede ayudar.
¿Se logrará algún día quitar del mundo este apartado de las «recomendaciones espirituales? ¿Algún día se dejará de exigirle a Dios la moneda de cambio por las buenas acciones que se realicen? Sea lo que sea, parece claro que el primer paso que hay que dar es caer en la cuenta que la mejor recomendación es el propio esfuerzo, unido a la gracia de Dios. Sí, en el cielo no existen los «consentidos»: cada uno se gana su lugar con el propio sudor. Porque cuando llegue la muerte y un día alguien se presente ante Dios, su pase de entrada no podrá tener la fotografía de fulanito, ni la de Santa Rita de Casia (con todo respeto), sino que estará la fotografía y la firma de cada uno, acompañada de las obras que haya realizado y del modo en como haya estado unido a la gracia de Dios. Y ésta será, sin duda, la mejor recomendación.
P. Juan Antonio Ruiz, LC