A primera vista las relaciones prematrimoniales son algo bueno y conveniente. Si el acto sexual es expresión de amor y la pareja se ama, no hay ningún inconveniente en tener ya desde ahora todo tipo de relaciones sexuales, expresión de su sexualidad que les libera de todo tipo de constricciones sociales, culturales y religiosas. Además estas relaciones les llevan a un mayor y mejor conocimiento mutuo, conocimiento mutuo que será todavía mayor si la pareja cohabita, porque así experimentan en condiciones muy reales si su unión va a ser un éxito o un fracaso. Por si fuera poco este tipo de relaciones no está mal visto, sino que es plenamente aceptado por la sociedad. Así razonan en la actualidad la gran mayoría de las parejas, por lo que la pregunta que hay que hacerse es si es un razonamiento válido o falso.
Desde un punto de vista religioso la Iglesia piensa que el responsable de la atracción sexual entre hombres y mujeres es Dios, un Dios que se define a sí mismo como amor: “Dios es Amor” (1 Jn 4,8). La Iglesia desde siempre ha sostenido que debe mantenerse en el cuadro del matrimonio todo acto genital humano y que debe reservarse para “el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal” (CEC 2350). Ahora bien, en una pareja no casada ni comprometida en matrimonio su relación tiene un carácter provisional, no definitivo y llevar a cabo en ella la plena relación sexual es darle una carga que no corresponde con el momento que están viviendo. Es como ponerle a una bombilla de 220 una corriente de 350. Aunque puede brillar más, lo normal es que se funda y eso sin tener en cuenta que esa relación es muy fácil que está viciada por el egoísmo, la no apertura a la vida, la ausencia de sacrificio y de dimensión social, mientras que el acto sexual ha de ser expresión de amor y generosidad, en donde el sexo ha de estar al servicio del amor y abierto a nuevas vidas. Todas estas razones han hecho que la Iglesia haya considerado el acto sexual prematrimonial, aunque no todos sean iguales y existan atenuantes, como ilícito y pecaminoso, algo a lo que no se le puede llamar hacer el amor.
Pero es que además las razones simplemente naturales o humanas confirman esta actitud de la Iglesia. La entrega prematrimonial no es plena, sólo parcial, quedándose fácilmente en simple satisfacción propia, mientras que la auténtica medida del amor es el sacrificio, la capacidad de buscar el bien del otro, pero el sacrificio y el autocontrol son muy difíciles de realizar, si antes no se han practicado. En cantidad de parejas, la causa de su ruptura hay que buscarla en la precoz y prematura realización del acto sexual, un signo de inmadurez, como también el no tener en cuenta que el acto sexual posee una dimensión temporal proyectada hacia el futuro, pues afecta a algo más que un instante en la vida del sujeto, pues es un entregarse para siempre, ni tampoco tiene en cuenta la dimensión social, porque aunque no hay nada más íntimo y privado que la plena relación sexual genital, pocas cosas tienen más importancia pública que el resultado social de esta intimidad. Y desde el punto de vista religioso, apartarse de Dios por el pecado, ciertamente no repercute en beneficio del amor.
No nos extrañe, por ello, que la experiencia de muchos años nos indique que allí donde las relaciones prematrimoniales o el matrimonio a prueba son práctica frecuente, los matrimonios son más inestables y los divorcios no cesan de aumentar. Si se puede vivir a prueba como si de casados se tratase, también el vivir de casados es susceptible de reconsideración. Para que no haya ninguna duda un estudio en España del Centro de Investigaciones Sociológicas de 1995, titulado Encuesta sobre fecundidad y familia, confirmado por otros trabajos y estadísticas de Francia, Estados Unidos y Suecia, indican todos la mucha mayor inestabilidad de los matrimonios que se han ido a la cama o han hecho vida conyugal antes del matrimonio, que aquéllos que sólo lo han hecho después.
Los motivos para ello son la inseguridad personal, el propio miedo al fracaso y a la soledad, el desconocimiento del sentido profundo del amor, el que las mayores dificultades para el acoplamiento matrimonial proceden no tanto de la sexualidad, sino del amor, y sobre todo una concepción discutible del matrimonio en el que está ausente la dimensión religiosa. En todo caso, no es precisamente un amor incondicional. Y es que “el amor humano no tolera la prueba. Exige un don total y definitivo de las personas entre sí” (CEC 2391).
Pedro Trevijano, sacerdote