La realización del acto matrimonial requiere una comparte humana de distinto sexo en unión física natural y completa.
La unión corporal lleva a la ayuda mutua, si bien hay que ser conscientes de que hay sensibilidades diversas en ambos sexos, siendo más rápido generalmente en alcanzar el orgasmo el varón que la mujer, por lo que debe aprender a dominarse a fin de que también ella llegue a la plenitud del placer sexual, concentrando ambos su atención en darse al otro buscando activamente su bien. Al ser realizado como expresión de amor, supone una maravillosa experiencia de entrega mutua, que alcanzan así, en la unión de sus personas, en la armonía de sus cuerpos y espíritus, la cima de la alegría del amor. Con ello se fomenta ese mismo amor y se refuerza la unión conyugal, por lo que no raras veces los matrimonios que prescinden de la unión física, se encuentran en peligro (1 Cor 7,5), y es que la sexualidad es o debiera ser el lenguaje del amor.
El acto sexual es o al menos debe ser en primer lugar un acto de amor, que busca la felicidad de ambos, que se consigue cuando se centra la atención en la entrega al otro y a su vez se siente plenamente amado y comprendido por él. Cuando una persona ama a su cónyuge lo natural es querer decírselo a través de su cuerpo, siendo la ternura el lenguaje del cuerpo. Es por tanto malo e inmoral, por mentiroso, cuando no es expresión de amor, aunque sea entre cónyuges y esté abierto a la vida (cf. Humanae Vitae 13), inclusive aunque se busque directamente la procreación, porque también en este caso sería utilizar al cónyuge simplemente como un medio. La valoración de la vida conyugal y de la relación sexual en ella se realiza por la calidad de su amor.
La relación que se da entre los esposos tiene que ser una relación en la que se implique la totalidad de la persona. Lo realmente importante en él es que cada uno de los cónyuges quiera tanto transmitir su amor al otro como a su vez dejarse amar. El hijo no es el objetivo prioritario de la sexualidad que se ejerce, sino el resultado del amor personal que, erotizado y genitalizado, fructifica; siendo la procreación digna del ser humano cuando el hijo es el fruto del amor de los padres.
Como procreativo, el acto sexual es vestigio de la actividad creadora de Dios, es nuestra participación en su obra de creación, puesto que toda paternidad y maternidad tienen su origen último en Dios (Mt 23,9; Ef 3,14-15). Por imperativo biológico, porque masculinidad y feminidad son naturalmente paternidad y maternidad en potencia, se produce la ordenación natural de esa unión a la procreación y educación de los hijos. Con el acto matrimonial se generan hombres, pero para ser regenerados en Cristo, regeneración que deben procurar los padres en virtud de los sacramentos del matrimonio, del bautismo y de su sacerdocio universal. Por ello la exclusión en el matrimonio de los católicos de la educación de los hijos como hijos de Dios se considera contra la sustancia del matrimonio.
Es decir, junto a la intención procreadora, tan subrayada por la teología tradicional, existe también la experiencia gratificante del placer sexual y la intención de la íntima comunión amorosa de ambos, tanto más cuanto que la mayor parte de nuestros actos sexuales son naturalmente infecundos. Se supera así una concepción meramente biológica del sexo y se coloca la sexualidad humana al nivel de la persona, es decir, de la totalidad del ser.
El matrimonio ha sido instituido en orden a la procreación y educación de los hijos, pero su valor indisoluble y de comunión permanece, incluso si no hay hijos. Tan importante es la finalidad objetiva del matrimonio, es decir la procreación, como la finalidad personalista, el bien de los cónyuges. La unión de los esposos es un bien tanto para ellos como para los hijos y supone una unión dinámica, no cerrada en sí misma, sino que se prolonga en la fecundidad.
El acto conyugal moralmente bueno es el que es expresión tanto de la dimensión unitiva, como de la procreadora, aunque ésta sea solo una posibilidad. Es indudable que las estructuras biológicas del ser humano preparan a la pareja para que cumpla con su función reproductora, aunque esto sólo se realice en contadas ocasiones. La conexión que debe haber entre sexo y amor hace que no sea bueno, incluso dentro del matrimonio, el favorecer el propio egoísmo, como sucede en el sexo anal u oral, en los que no se respeta ni la función de los órganos, ni la dignidad del otro. Estas formas de sexo son aberrantes y pueden llegar a tener graves consecuencias.
Pero cuando el amor conyugal es verdadero, el deseo latente de un hijo con esa persona a la que se quiere, aflora con espontaneidad, porque no es lo propio de una pareja quedarse encerrada en un egoísmo a dos, sino abrirse al amor que se puede encarnar en la venida de los hijos. La relación interpersonal si es auténtica produce gratificación o placer, y desemboca o florece en la procreación. El deseo de tener hijos está generalmente presente en los matrimonios, ya que el amor de por sí tiende a la fecundidad.
La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás. Unidad, fecundidad y educación hacen un todo en la pareja humana. Las razones son múltiples: deseo de amar, de mostrar ternura, de ayudar a crecer, de educar, también de perpetuarse física, psicológica y espiritualmente en los hijos. Sin embargo, los hijos son un don de Dios, y el hijo tiene derecho a ser engendrado en el contexto de un acto de amor.
El amor no es algo que se injerta desde fuera para cumplir con la tarea procreadora, sino que es una exigencia intrínseca de esta función. Está comprobado que la unión entre parejas de animales es tanto más duradera, cuanto más los padres resultan necesarios para la supervivencia de la prole. El hijo como persona es mucho más fruto del amor que de la biología, aunque la apertura a la fecundidad es parte del sentido de la sexualidad, apertura que debe ser facilitada con ayudas a las familias para que puedan tener los hijos que desearían tener.
Amor y procreación, familia y vida, se apoyan y se entretejen mutuamente, cuando la genitalidad se efectúa en una relación personal, siendo la paternidad responsable algo muy distinto del mero capricho, control, limitación, o, todavía peor, exclusión de los nacimientos, sino que se ejercita o bien con la decisión consciente, libre, racional y generosa de incrementar la familia, incluso, cuando ello es posible, llegando a ser una familia numerosa, o bien con la decisión tomada por motivos razonables y justos de evitar temporalmente o por tiempo indeterminado un nuevo nacimiento (cf GS 51) . El Concilio dice también que son «dignos de mención muy especial, aquéllos que de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente» (GS 50).
El amor entre los esposos contiene una componente esencial de amor a los hijos; asimismo el amor de padre o madre a los hijos debe englobar también el amor al propio cónyuge.
Pedro Trevijano, sacerdote