Latría es adoración, culto religioso a una divinidad. Usado en propiedad, sólo debiera ser referido a Dios, el Omnisciente, el Omnipotente, el Providente. La perversión de la inteligencia (cuna y caldo de cultivo de toda otra perversión) ha ido divinizando personas, objetos, ideas e instituciones que no son Dios, sino ídolos, burdas imitaciones, grotescas falsificaciones. Lógica e históricamente, el desenlace es el mismo: los ídolos defraudan y devoran a sus adoradores, no sin antes someterlos a degradante esclavitud.
La fe bíblica reivindicó tempranamente la exclusividad del Dios verdadero. A los adoradores de Baal los retó y desenmascaró el profeta Elías, invocando a Yahwé para que hiciera llover fuego del cielo sobre un altar inundado de agua. Más tarde Jesús, enfrentado al dilema : obedecer al César o a Dios, sentenció solemnemente que el César no es Dios, y que Dios honra la autoridad del César en cuanto no contravenga el derecho divino.
Los últimos milenios han visto surgir múltiples intentos de divinizar personas («mi Führer es mi Dios», Oda a Stalin), objetos (dinero, poder, placer), ideas (la revolución, con cualquier apellido; la libertad sin apellido); instituciones (monarquía, democracia, parlamentos, cortes, ONU, FMI, OMS, ONGs). La tendencia hoy dominante es la divinización del Estado. Sabido es que la familia, núcleo fundamental de la sociedad, es en sí todavía imperfecta y necesita una organización, un conjunto de normas y entidades que la protejan e integren con las demás familias, optimizando su capacidad productiva, cautelando su patrimonio cultural y garantizando un modo pacífico de solucionar sus litigios.
Marx, en un rapto de ingenuidad rayano en el desvarío intelectual, vaticinó que en la etapa final de su revolución el Estado no sería necesario, porque las personas, redimidas del pecado original del afán de lucro y propiedad privada, resolverían sus conflictos con cívica espontaneidad. Los que piensan y hablan en serio reconocen la necesidad y legitimidad del Estado con su poder normativo y coercitivo; pero buscan modos de blindar a los ciudadanos contra la tentación de atribuirse, quienes están en el poder, cualidades divinas de omnisciencia, omnipotencia y omniprovidencia.
Hoy las leyes y autoridades operan en virtud de una presunción de derecho: los ciudadanos no saben lo que les conviene y no son capaces de ponerlo en obra. Basta que un asunto explote mediáticamente para en seguida sentenciar: esto tiene que ser regulado. ¿Cómo? Por ley, es decir por el Estado. Regular, fiscalizar, penalizar: la potestad coercitiva del Estado minimiza y virtualmente anula la confianza en la educación y libertad de las personas. Y el vértigo de estatolatría va generando el irremisible colapso económico, ético, jurídico y pedagógico de este pulpo de mil inútiles y asfixiantes tentáculos. Es hora de recordar que el primer y mejor ministerio de educación, de economía, del trabajo, de salud y de justicia es la familia.
P. Raúl Hasbún
Este artículo fue publicado originalmente por revista Humanitas, www.humanitas.cl