Multitudes con la mirada fija en él y aclamándolo como su héroe. Ese era el pasado de Joseph Freedy cuando era el quarterback en el equipo de fútbol americano de la Universidad de Buffalo. Tenía talento y él lo sabía. Y sin embargo ese «ruido del mundo», como él lo llamaba, no llenaba su corazón. ¿Y cómo es que hoy tiene una sonrisa que le dibuja el rostro? ¿Qué pasó? Todo empezó con la lectura de un libro… Pero vale la pena volver un poco la mirada para entender su camino.
Nacido en una familia católica en el oeste de Pensylvania (EEUU), Joseph creció en un ambiente de fe, uno en el que «los sacerdotes no eran personas a las que no sólo veías en Misa, sino que te los encontrabas en casa con tus padres», como dice él mismo. Ver a esos hombres vestidos de negro siempre le impresionaba e incluso los sentía como familiares que de vez en cuando venían a hacer una visita.
Pero esa religiosidad poco a poco empezó a desaparecer cuando el fútbol americano entró en su vida: «En mi región, el fútbol se toma muy en serio, por lo que jugar no era algo ordinario. Yo me lo tomé tan a pecho que construí toda mi vida alrededor del fútbol; de hecho, lo usé como un medio para llenar un vacío interior que se había creado por una inseguridad personal en esos años. No sé de dónde vino exactamente, porque tenía una familia genial, pero desde el High School e incluso durante la universidad quería, e incluso necesitaba, ser el joven que yo pensé que todos querían que fuese».
Dejó su fe aparcada y el ambiente lo engulló, especialmente el de las famosas fiestas universitarias. Pero una buena novia que tuvo durante esos años y la misma seriedad con que afrontó su carrera deportiva le hicieron medir sus salidas y excesos. De hecho, en 1999 se convirtió en el quarterback titular de la Universidad de Buffalo.
El camino para Joseph parecía claro y fijo en su vida. Pero el tema de su fe aún le martilleaba un poco la conciencia, si bien le daba siempre largas. Por eso, fue Dios mismo quien le salió al paso.
Sucedió en unas vacaciones de Navidad, cuando fue a visitar a su familia. Una mañana que estaba algo ocioso, empezó a curiosear por la casa. Al llegar a una mesa, encontró la Biblia que su padre leía antes de salir todos los días al trabajo. Junto a ella, otro libro le atrajo la atención: La Cena del Cordero, de Scott Hahn. Lo tomó y empezó a leer…
«El párrafo inicial me llamó la atención, pues describía mi propia vida. Básicamente decía que nada es más familiar a los católicos que la misa y, sin embargo, casi nadie sabía lo que realmente significaba. Eso era lo que me pasaba. […] Eso me picó la curiosidad y seguí leyendo.Lo que encontré ahí me transformó».
Como si de un nuevo San Agustín se tratar, la lectura del libro le trajo paz a su alma. Le hizo darse cuenta de una realidad que desde hacía tiempo Dios le regalaba: sólo en la Misa encontraría la auténtica felicidad que tanto anhelaba su corazón.
Tras esta nueva conversión, Joseph quiso compartir su experiencia en la universidad. Lo intentó en todos lados, incluyendo grupos protestantes como Fellowship of Christian Athletes. Traía la fuerza del enamorado a flor de piel y lo hacía notar. Y de repente en el corazón de Joseph empezó a aflorar una voz que lo desconcertaba y que quería, por todos los medios, callar: sentía que Dios le llamaba a ser sacerdote.
«Me iba a la capilla para pedirle al Señor qué quería de mí. Me pasaba mucho tiempo ahí, luchando contra Dios acerca de aquello que Él tenía pensado para mí. Porque sentía una contradicción: por un lado, nunca había sido tan feliz como ahora; pero por otro, no quería abandonar mis planes de vida para ser sacerdote».
Por fin, se decidió hablar con un guía vocacional, que le animó a darle a Dios la oportunidad de mostrarle qué camino había pensado para él. No sin esfuerzo, pero confiando en la acción de Dios, decidió ir al seminario.
Hoy, Joseph es sacerdote –se ordenó el 21 de junio del 2008– y al ver la historia de su vocación no puede sino agradecer infinitamente a Dios por todo lo que le ha dado. El derrotero de su formación le han llevado a lugares como el Pontificio Colegio Americano de Roma, en donde pudo presenciar el funeral de Juan Pablo II y la elección de Benedicto XVI, para terminar en la diócesis de Pittsburgh, en donde actualmente funge como director de la pastoral vocacional diocesana.
«Saber que mis manos han sido ungidas para traer el Cuerpo y la Sangre de Cristo al mundo y para perdonar los pecados es una bendición indescriptible. ¡El don del sacerdocio es abrumador! Fui ordenado hace ya casi cuatro años y puedo decir que nunca he sido infeliz como sacerdote». Y esta experiencia es, sin duda, el mejor touchdown que el P. Joseph pueda anotar en su vida.
P. Juan Antonio Ruiz, LC