Han pedido varias veces mi cabeza. Son así de demócratas. No soportan la crítica. Lo que es peor no tienen ninguna autocrítica. Son como los herederos de Zapatero, que deja un país en ruina y ni por asomo le remuerde la conciencia. Pues con el progresismo eclesial sucede lo mismo, se juntan cuatro amigos de parranda y crean una asociación, luego se dan jabón mutuamente y acuden a los medios del laicismo más casposo. Y allí se crecen y piensan que son legión. En realidad constituyen lo peor de la Iglesia, la oposición más funesta a la jerarquía, siempre como pose, con escaso juicio. Toda la culpa de una sociedad secularizada la tiene la Iglesia Católica, que no se adapta a la modernidad. Ellos siempre están en la oposición, el papel más cómodo que hay porque resulta que ahí es muy fácil quedar bien hacia la galería.
Me consta que hay buenas personas entre ellos, como hay buenas personas entre los socialistas. Aunque hayan hecho méritos para que les den un puntapié en el trasero. Pero no encuentro entre sus filas gente que hable con naturalidad de la Virgen María, ahora que entramos en el mes de mayo. No hay sacerdotes que hablen del pecado y de la gracia. Porque todo el tiempo están preocupados con la justicia social, pero olvidan que lo primero para cambiar el mundo es conseguir cambiar por dentro. Por eso siguen erre que erre exigiendo trasformaciones que no pueden poner en marcha. Primero porque no son un partido político con poder para acometer reformas, segundo porque tampoco saben arrastrar a la conversión a los pecadores, porque la mayoría de ellos ni cree ni predica nada que tenga que ver con el pecado.
Y así entramos en la dinámica de los libros que les dan autobombo por parte de editoriales creadas por los amigos; de los artículos publicados en los medios afines, de los manifiestos puntuales contra la recaudación de la renta con una cruz a favor de la Iglesia católica. De los manifiestos conjuntos a partidos laicistas que piden el IBI a la Iglesia y olvidan el IBI de otras asociaciones en igualdad de condición, pero con mucha menos labor social que la Iglesia católica. Y luego está el victimismo, esa manía de sentirse perseguidos por no poder decir y hacer lo que les da la gana. Como si tuvieran el monopolio de la fe entre sus manos dedicadas una y otra vez a predicar en contra del Magisterio de la Iglesia.
Vuelvo a decir que creo en la buena fe de las personas, pero no de todas las personas. De algunas dudo mucho. Porque viven de la pose. De estar ahí en frontera, como si fueran la avanzadilla de algo grande. Que a la definitiva es puro humo. Me gusta mucho más encontrarme sacerdotes que hablen del Dios amor que nos pide cambiar y alejarnos del pecado. Y me parece elemental que la labor fundamental del sacerdote no sea exclusivamente asistencial, sino sacramental. Si no tenemos quien predique el evangelio y la conversión a los valores del Reino, terminaremos como ellos, pidiendo que cambien los valores del Reino y se adapten a los del mundo.
Y la realidad es que estamos en unas fechas donde se evoca a María, corredentora de la humanidad, que allí donde ha manifestado su presencia lo ha hecho para pedir la conversión de los pecadores. Es imposible seguir su rastro sin encontrarnos una y otra vez con este mensaje. Porque es evidente que el pecado produce dolor y sufrimiento en el mundo. Y cuando el ser humano es atacado por el pecado, nada mejor que llevarlo hacia la gracia del perdón y del arrepentimiento. Algo que todos necesitamos. Algo que los progresistas eclesiales tienen suprimido de su vocabulario que hace complicadas elucubraciones mentales para reconocer las cuatro verdades del Credo. Olvidando siempre que la fe no se trata de algo que lleven entre mano en exclusiva los sabios y entendidos. A esos el Señor les dejó en bastante mal lugar.
Ahora les da por lanzar una Asamblea Universal del Pueblo Cristiano, copiando como en un molde las Asambleas populares de los años 70. Siguen perdidos en el túnel del tiempo. Para ellos no ha caído el muro de Berlín, ni se ha desplomado el estado de bienestar. Dicen que no son súbditos, sino personas. Con esa pose de enfant terrible convocan a los idealistas desnortados. Pero no salvan almas ni convierten corazones. Son el peón útil que sale del tablero bajo el paraguas de los intereses de aquellos otros que manejan los hilos. Alguien tendrá que recordarles que los católicos son súbitos de Cristo e hijos de la Iglesia. Lo digo por los despistados de siempre.
Carmen Bellver
Publicado originalmente en Diálogo sin Fronteras