De las palabras del Arzobispo Rino Fisichella acerca de la Nueva Evangelización en su reciente conferencia en la Universidad de Comillas, en la que dijo que "la Nueva Evangelización debe hacerse con dulzura, respeto y recta conciencia" -pongamos a esta Evangelización con mayúsculas por la importancia que reviste en los tiempos actuales en nuestra vieja Europa y para que sea como el nombre propio de una realidad que se haga familiar en nuestra vida-, me ha llamado especialmente la atención lo de la dulzura. Lo del respeto y la recta conciencia se dan por descontados si nos referimos a una verdadera evangelización, pero lo de la dulzura suena más novedoso, aunque no por ello menos obvio si nos paramos a pensar.
Sin caer en reflexiones edulcoradas ni fervorines facilones, en realidad, si repasamos la vida de los grandes santos de la historia, veremos que la dulzura es uno de los ingredientes que casi nunca faltaba en sus vidas. Haciendo la prueba de buscar en Google acerca de dicho componente en relación con los santos, aparecen títulos significativos como: “San Pío X, el Papa de la dulzura y la fortaleza”, “pobreza, austeridad y dulzura en San Pedro de Alcántara”, “San Francisco de Sales, el santo de la amabilidad”, “Santa Brigida de Suecia llamaba la atención por su dulzura y amabilidad”, ecc.
Y eso acerca de santos que eran todos de rompe y rasga, como el santo obispo de Ginebra o el Papa que luchó tenazmente contra el modernismo, el austerísimo amigo de Santa Teresa de Jesús o la mujer que puso firme a media curia cardenalicia hasta conseguir el que Papa volviese de Aviñón a Roma. Unas figuras de una energía y fortaleza de carácter admirable, y que a distintos niveles dejaron una huella profunda en la historia de la Iglesia, pero que a la vez son recordados por su dulzura.
Otros de los grandes santos de la historia llegaron a la dulzura a través del sufrimiento interior profundo: El rostro amable de la Madre Teresa de Calcuta a nadie hacía sospechar que por dentro pasaba por una terrible noche oscura que le duró muchos años; del Padre Pío, perseguido y vilipendiado por propios y extraños, recuerdo leer en su proceso de canonización que era tan simpático y agradable que todos los religiosos querían sentarse junto a él en la recreación, aunque en las películas insistan en presentarle como serio y con cara de circunstancia; José de Calasanz, aragonés de carácter, respondía con dulzura a las calumnias que llevaron a la supresión de la congregación que había fundado y a que él mismo por poco no diese con sus huesos en la cárcel; Juana Jugan, destituida de su puesto de fundadora y humillada por un clérigo ambicioso y con pocos escrúpulos, atraía a las novicias y a las religiosas jóvenes por su dulzura; Josefina Bakhita, esclavizada siendo todavía una niña en África y tatuada con indescriptibles dolores en todo el cuerpo para afearla y que nadie se pudiese enamorar de ella, era conocida en su edad adulta en media Italia por su dulzura para con los pobres y los enfermos. Añadamos si se quiere a los mártires que murieron perdonando, a los que sufrieron en silencio penosas enfermedades, incomprensiones y persecuciones de todo tipo…
Si a ellos añadimos otros santos más tradicionalmente considerados bondadosos, como Don Bosco -memorable por su dulzura en la educación de la juventud-, Luisa de Marillac -que con su dulzura consiguió amansar a su terrible marido-, Teresa del Niño Jesús -de la cual se dice que su cara estaba siempre radiante de dulzura- o Felipe Neri, cuya bondad atraía hacia su confesionario a los grandes pecadores de la Roma renacentista, entonces nos damos cuenta que la dulzura, más o menos predominante, conseguida con más o menos esfuerzo ascético y mezclada con más o menos defectos, ha siempre sido una característica de la santidad cristiana.
Y esta es la evangelización de la Iglesia: No son planes establecidos que tengan que funcionar por la habilidad del que los ha programado, sino la misma vida de los santos -los conocidos porque están en los altares y los incontables desconocidos- que han dedicado sus esfuerzos a comunicar a los demás el amor de Dios que llevaban dentro. ¿Planes? Sin duda los tuvieron, que la improvisación no es una virtud, y no en vano el Papa nos invita a buscar nuevos métodos para esta labor urgente de Nueva Evangelización, pero es la vida de los santos la que siempre ha dado validez siempre a los métodos. Por cierto que, hablando de éstos, y a propósito del tema que nos ocupa, no está de más recordar unas reglas de oro que un gran evangelizador, San Pedro Poveda, daba a sus hijas espirituales, también ellas grandes evangelizadoras del siglo XX: “Con dulzura se educa, con dulzura se enseña, con dulzura se inculca la virtud, con dulzura se consigue la enmienda, con dulzura se evitan muchos pecados, con dulzura se gobierna bien, con dulzura se hace todo lo bueno”.
No hay en todo esto nada de ñoño, nada de simplón. Los grandes evangelizadores de la historia de la Iglesia tuvieron que convertirse ellos mismos para luego ayudar en la conversión de los demás, y eso requirió una grandeza de ánimo que está bien lejos de la blandenguería. A cada uno de ellos se pueden aplicar lo que escribía Charles Péguy en “El misterio de los Santos Inocentes”: “Que firmeza en la dulzura, qué dulzura en la firmeza. La una y la otra juntas, unidas, indisolubles, la una empujando a la otra, la una dando valor a la otra, la una sosteniendo a la otra, la una alimentando a la otra. La dulzura armada por completo de firmeza, la firmeza armada por completo de dulzura”. No sé si las palabras de Mons. Fisichella iban por aquí, pero no creo que anduviesen muy lejos.
Alberto Royo Mejía, sacerdote