Queridos hermanos y amigos: paz y bien.
Construir una casa es el tema de alguna parábola de Jesús, para hablar de la vida cristiana que con Él se inaugura. No sirve cualquier terreno para edificar un lugar en donde la existencia tendrá que vivir y convivir. Sólo la roca firme es el fundamento para poder levantar algo que no amenace ruina. Y tras esta metáfora parabólica se esconde el verdadero mensaje que el Señor quería anunciar: cómo debe ser la comunidad de quienes le sigan. Este es el motivo que nos permite mirar a esa morada que hace de hogar para los cristianos. Porque la Iglesia es una verdadera casa en todos los sentidos: el más material que representa el templo, y el más espiritual que representa el modo de habitarlo. Una casa en la que se vive y se convive sin derecho de admisión ni de exclusión, más que lo que se deriva de la coherencia con el Evangelio de Cristo y de la tradición cristiana que a través de los siglos ha ido tejiendo en lo que celebraba, reflexionaba y anunciaba desde la herencia del Señor.
En esta casa especial, cabemos todos los que quieren entrar y permanecer en ella. No es un club de selectos, ni una sociedad para iniciados, sino el lugar en donde nuestras búsquedas hallan la dirección justa, nuestras preguntas son acogidas por las respuestas que más corresponden, nuestras heridas son vendadas y curadas y nuestras soledades son acompañadas debidamente.
Esta Iglesia abre sus puertas, y descubrimos que es una casa encendida por la Luz que no engaña, esa que alumbra discreta sin deslumbrarnos hasta dejarnos ciegos. Y es sobre todo una casa habitada: en ella está Dios que como Padre nos espera a que volvamos de tantos devaneos pródigos por esos mundos de extravío, o espera a que si nunca nos alejamos de ella finalmente nos demos cuenta quién es quien la llena de sentido, de afecto y ternura, hasta convertir la casa en un verdadero hogar de familia.
Contigo y con todos, conmigo y con todo aquel que necesite esa casa que enciende mi penumbra, y ese hogar que disipa mis soledades. Ahí está el Señor, ahí está la Madre buena, ahí están los santos y tanta gente aparentemente anónima cuyos nombres Dios mismo quiso tatuarse en sus manos.
Al llegar un año más esta recurrencia del día de la Iglesia diocesana, es bueno volver a estrenar lo que cotidianamente se nos da para el camino de la vida. Si no hemos descubierto todavía la Iglesia como hogar de los hijos de Dios, quiere decirse que aún representa tan sólo una vaga referencia para determinados momentos de la vida que nace, que se casa, que enferma o que muere. Pero sería reducir esta casa encendida y habitada, a un frío departamento de servicios sociales que en el fondo poco tienen que ver conmigo.
Ayudar a la Iglesia que nos ayuda a cada uno y a toda la comunidad es lo que pedimos en este día especial. Ayudar desde nuestra oración y nuestro afecto, ayudar desde nuestra disponibilidad para prestar un servicio a favor de los hermanos desde los dones que yo he recibido, ayudar colaborando con mi limosna o donativo para sacar adelante tantas de las cosas que entre todos debemos ir resolviendo. Esta es la comunión de bienes en el sentido más amplio de la expresión, que ya los primeros cristianos practicaron y fueron educados en ello.
Que no haya nadie fuera de la casa, que nadie sea un extraño dentro. La Iglesia es tu casa, está contigo y está con todos. Porque siendo la casa de Dios, ahí estamos todos sus hijos. El Señor os bendiga y os guarde.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm, Arzobispo de Oviedo