Cuando los medios de comunicación informan sobre el avance o distribución de la enfermedad del SIDA, muchas veces plantean la cuestión de tal modo que se puede pensar que la moral católica sobre la sexualidad es una rémora en los intentos por paliar esta enfermedad. Piensan que si la Iglesia católica considerase bueno, moralmente hablando, el uso de preservativos, tanto en las relaciones homosexuales como heterosexuales, se frenaría la expansión de la enfermedad.
No creo que el debate se deba centrar en la eficacia, o no, del uso del preservativo para combatir la enfermedad, aunque es cierto que no es una verdad absoluta eso “del sexo seguro”. Creo que se debe mirar con profundidad esas opiniones y salir al paso de ellas. Para ello me parecen legítimas las siguientes consideraciones.
Una consideración básica, que podríamos numerar como cero, es que opinar así es reducir el problema y olvidar muchos dramas humanos. Existe un número considerable de enfermos de SIDA que no lo han contraído por vía sexual, por ejemplo, el de los niños que lo reciben de su madre. Pensar que el control de la sexualidad es el primer paso para combatir la enfermedad, es relegar a un segundo plano a muchos niños que han nacido ya enfermos.
La primera consideración es la más externa. Para mucha gente la expansión del SIDA en África, o en otros lugares menos avanzados económicamente, se debe a que no utilizan con frecuencia el preservativo y sugieren que se hagan llegar, aunque sea de forma gratuita. El reparto puede ser gratuito, pero la adquisición alguien la va a pagar. El resultado es que algunas empresas ganarían mucho dinero. En el primer mundo ocurre algo parecido, de vez en cuando aparecen los resultados sobre las encuestas de la vida sexual de los ciudadanos, o campañas de la llamada “educación sexual”, que siempre terminan haciendo llamamientos al uso del preservativo. Y ¡que casualidad! estas encuestas y campañas, las suelen pagar las empresas fabricantes de preservativos.
La segunda consideración es de orden metodológico. A la doctrina de la Iglesia no le compete explicar como se ha de paliar la enfermedad o como frenar su avance, sino ofrecer el juicio, iluminado por la palabra de Dios, de estas terapias o campañas. Del mismo modo que a la Iglesia no le compete describir o protocolizar los cuidados al enfermo terminal, sino explicar las barreras entre lo éticamente bueno (cuidados paliativos) y lo éticamente malo (la eutanasia). Y el uso del preservativo es un medio, moralmente malo, lo que no hace bueno el fin.
Por último, la tercera consideración es la más profunda. Se trata, como decía Juan Pablo II en una alocución ante la IV Conferencia Internacional del SIDA, que tuvo lugar en el aula del Sínodo Vaticano en 1989, de ver que, en muchos casos, la expansión de esta enfermedad llamada Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, revela una inmunodeficiencia más profunda, la espiritual. La promiscuidad sexual, una causa de la expansión de la enfermedad reconocida por todos, revela que muchas personas han perdido el sistema defensivo contra el mal moral y este les invade y les domina.
La propuesta de la Iglesia contra la expansión del SIDA queda enmarcada dentro del ámbito legítimo de su lenguaje: se trata de alimentar el armazón ético de la sociedad y de los individuos. La fidelidad y la castidad son valores que defienden a cualquier individuo ante el SIDA, fortaleciendo su sistema inmunitario espiritual.
Rafael Amo Usanos, sacerdote