Es la perturbación anímica producida por una idea fija. Implica un asedio, un cerco y en consecuencia una fuerte limitación de libertad. De ahí fluye que las decisiones tomadas por un obseso vayan en contra de la libertad: su perturbación anímica sólo se satisface perturbando la vida de los demás.
Una obsesión recurrente y típica de la así llamada modernidad es imponer una cultura hostil al niño. Obsesos de esta calaña pronuncian emotivos discursos donde enarbolan como propia la causa de los derechos del niño. Al mismo tiempo hacen o dejan de hacer todo lo justo y necesario para que los niños lleguen siquiera a nacer: condición indispensable para hacer efectivos sus tan ensalzados derechos.
Primero abrazan con casi religioso fervor las campañas anticonceptivas. Se indignan y piden penas de estigmatización pública contra quienes se atreven a hablar de castidad, continencia, autodominio y responsabilidad sexual en lugar de artificios tecnológicos. Defienden a ultranza la libertad de trasmitir pornografía y exaltar el erotismo en todas sus formas: luego piden la cabeza de los violadores y exigen que algún ministerio o funcionario público intervenga la intimidad sexual de los ciudadanos para que los embarazos no lleguen a producirse. Y como la resultante obvia de esta disparatada estrategia es la proliferación de los embarazos no deseados, dan el paso siguiente, el que estuvo siempre en la mira de su patológica obsesión: hay que garantizar el derecho de impedir el nacimiento no deseado, producto de un embarazo no deseado. La obsesión anticonceptiva culmina, por su perversa lógica y dinámica, en una obsesión pro abortiva.
Abusando de la ignorancia y credulidad de la gente, y apostando a emocionales efectismos mediáticos escogen casos extremos en que precisamente ignorantes y crédulos, entrevistados en la calle por un encuestador, sólo atinarán a responder: “¡ah claro, en ese caso yo sería partidario de un aborto!” Luego exhiben el argumento irrefutable de la “evidencia estadística”: “¿ven? Más del 70% de la gente está a favor del aborto en determinadas circunstancias”. ¿Circunstancias de quién? ¿De la madre y el hijo reales, o de la ignorancia y credulidad del encuestado?
Paralelamente diseminan la especie de que los defensores del respeto incondicional a la vida ya concebida son prisioneros de sus dogmas revelados y no tienen derecho de imponer esos dogmas a los que no creen en revelaciones divinas. La cuestión de si hay y desde cuándo hay vida humana –dicen– no se resuelve desde la religión ni por la ciencia: sólo por el consenso. ¿Consenso de quiénes, consenso de cuántos? De menos de un centenar que se autoatribuyen revelación y poderes suprahumanos para decidir en nombre y en contra de quince millones quiénes tendrán derecho a vivir y quienes deberán morir: porque ellos lo decidieron. ¿La Constitución y el Tribunal Constitucional prohiben atentar contra la vida inocente? Se cambia la Constitución y se desprestigia a su Tribunal, desobedeciendo sus fallos.
Y así llegamos a una Navidad con legisladores obsesionados en discurrir eufemismos para que el Niño no vuelva a nacer. Cambien la fecha, del 25 al 28. Cambien la figura: de Jesús a Herodes.
Publicado originalmente por Revista Humanitas, tomado de VivaChile.org