Entró en mi despacho un hombre a quien no conocía de nada. Él tampoco me había visto nunca; ni tan siquiera había entrado en la iglesia con anterioridad. “Mire, padre” –me dijo– “realmente no sé qué hago aquí. Pero hoy voy a comenzar a vivir con una mujer que no es la mujer con quien me casé hace diez años, y, al pasar por delante de la iglesia, he sentido con muchísima fuerza que tenía que decírselo a un sacerdote. Por eso he entrado”.
No dudé, ni por un momento, de que a aquel hombre me lo enviaba Dios. Se trataba de un “rescate de última hora”, de un salvavidas lanzado “in extremis”, y ese salvavidas, el bote que debía recoger al náufrago para devolverlo al barco –como nos sucede muchas veces a los sacerdotes– era yo. Por tanto, dejé todo lo que estaba haciendo y me dispuse a escuchar atentamente.
Cuando mi visitante terminó su discurso y enjugó sus lágrimas, le expliqué, intentando aderezar el respeto a la verdad con la delicadeza requerida por la situación, cuál es la doctrina del Evangelio respecto a circunstancias como la suya, y le confirmé –él ya se lo temía– que sus proyectos iban contra el plan de Dios. Le animé a ser fiel a una mujer de la que llevaba dos años separado, pero a quien le unía una promesa sacratísima realizada ante el altar... Nadie hubiera dado un céntimo por mis palabras en semejante momento. Y, sin embargo, yo notaba que aquel hombre asentía mientras le hablaba, y se decidía a obedecer la Ley de Dios mientras las lágrimas caían por sus mejillas como si algo se estuviera fundiendo detrás de sus ojos. Se estaban gestando un “sí”, un “sí” que nacía entre grandes dolores y se lanzaba al camino que han transitado los santos.
Pero, de repente, aquel proceso de muerte y de vida que estaba teniendo lugar en su interior se paró en seco. Como si despertara de un sueño, mi interlocutor me miró extrañado y, cuando creí que iba a preguntarme: “¿Qué hacemos usted y yo aquí?”, abrió sus labios para dirigirme una pregunta aún más punzante: “Oiga, y si, al final, todo esto mentira... ¿qué?”.
Me quedé helado por dentro. “Si, al final, todo esto es mentira” –pensé– “yo soy mucho más idiota que usted, pero usted tiene derecho al segundo puesto”. Desde luego, no se lo dije. Pero me di cuenta de que, quizás por primera vez, aquella persona estaba arriesgando su vida por Dios. Había puesto cuanto tenía en sus manos, y sentía el vértigo de quien se lo está jugando absolutamente todo. No supo, no quiso afrontar el envite. Se levantó y se marchó de mi despacho tal como había entrado.
Yo no moví un músculo. Había demasiado trabajo dentro de mí como para gastar energías fuera. “Si, al final, todo esto es mentira”... Me acordé de muchas personas a quienes conocía y trataba a diario... “Éstos podrán decir que tampoco les ha ido tan mal. Han vivido, han disfrutado, ha tenido salud, dinero y amor, y, además, han dormido tranquilos con la ilusión de un dios que les cuidaba. Podrían decir que han perdido media hora a la semana en asistir a misa –no mucho más de media hora, porque buscan siempre la misa más breve–, pero, de otro modo, la hubieran gastado en no hacer nada, como les sucede a muchos. Aparte de eso, su vida no ha sido menos gratificante que las de millones de personas que no creen en Dios. Si, al final, todo esto es mentira, no creo que tengan motivos para sentirse idiotas.
Sin embargo, cerca de la parroquia vive, en un piso de apenas cien metros cuadrados, un matrimonio que, por amor a Dios, ha tenido once hijos. Nunca han disfrutado de vacaciones, pasan frío en invierno y calor en verano... De haberse conformado con uno o dos niños, habrían podido vivir en un chalet con todas las comodidades del mundo... Si, al final, todo esto es mentira, este matrimonio ha actuado como un par de idiotas. Y yo...”. Ahí lo dejé. Yo sé que “todo esto” es Verdad. Lo que es mentira es la juventud de la mujer con quien el hombre de mi despacho iba a comenzar a vivir. Aquí si que podíamos tener certeza absoluta: esa juventud se marchitaría como se marchitan todas las flores de este mundo.
Di gracias a Dios por mi “apuesta”; me alegro, como el matrimonio en quien pensé, de habérmelo jugado todo. Y sigo creyendo que no es posible experimentar la aventura de ser cristiano cuando todo lo que uno tiene que perder por Cristo se reduce a “media hora a la semana”.
Y usted, amigo lector... ¿Qué?
José-Fernando Rey Ballesteros, sacerdote