La presión del sentir popular, del modo de pensar más extendido y acomodado a los gustos o estilos dominantes en la sociedad suele influir considerablemente en el juicio de valor de cuanto se nos ofrece. Por eso, cuando la sociedad está volcada en la búsqueda y disfrute del bienestar parece que está fuera de lugar hablar de esfuerzo, de sacrificio, de austeridad, de dominio de sí mismo, etc. Sin embargo, aunque es de sentido común que todo lo que cada cual pueda pensar y enseñar en cada momento no ha de ser válido para todos en un tiempo determinado, es lógico también que no tiene patente de validez absoluta el sentir más extendido en un tiempo y lugar por el simple hecho de gozar del aplauso generalizado.
En el Evangelio tenemos, una vez más, la enseñanza adecuada. Es el mismo Jesucristo quien nos dice: “Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestro enemigos y rezad por los que os persiguen”. Semejante forma de vivir podría entenderse como ingenua, nada realista, e incluso como contraproducente. El Señor, que es Maestro para la vida, razona adecuadamente su enseñanza diciendo: “para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. (Mt 5, 43-48). La conclusión de este razonamiento evangélico es muy clara. Podría expresarse así: Hay que predicar y hacer lo que es justo, lo bueno, lo constructivo, lo que nos ayuda al desarrollo integral de la persona de acuerdo con las referencias acordes con nuestra identidad esencial: Hemos sido creados por Dios a su imagen y semejanza.
Esta reflexión es muy necesaria para nosotros en los tiempos en que vivimos, porque parece que lo que no pertenece al mundo de lo sensible, de lo fácilmente demostrable, de lo apetecible o de lo rentable económica o socialmente, debe excluirse de los principios y orientaciones para la vida abierta al progreso, a la libertad, a la felicidad y, en definitiva, al bienestar personal. Sin embargo, lo que ocurre es que viviendo de ese modo, se retrocede en el desarrollo de la identidad original de la persona humana, se entorpecen las relaciones sociales sustituyendo el respeto por la competitividad en la que el fin interesado justifica los medios cualesquiera que sean. Para entender esto, basta mirar la crisis humana, social, económica, política, educativa, etc. en que nos encontramos. Sus motivaciones están muy claras y no obedecen precisamente a los principios evangélicos. Por eso dice el Señor que los cristianos, imitándole a Él, estamos llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra.
No extrañe, pues, que nuestra labor, como discípulos y testigos de Jesucristo, sea vivir y predicar hoy y siempre lo que está de acuerdo con la verdad de Dios, con el testimonio de Jesucristo y, por tanto, con la convicción de que seremos considerados muchas veces como extraños y anacrónicos. Nos juzgarán como contrarios al progreso, porque este se entiende como el avance sin más referencia que los propios intereses inmediatos. Nos considerarán como enemigos de la libertad, porque frecuentemente es entendida como la posibilidad de buscar la satisfacción propia en todo lo que apetece. Nos mirarán como enemigos de la persona humana, porque ponemos en Dios y no en nosotros mismos la referencia verificadora de la verdad, del bien, de la justicia, de las relaciones sociales y de la perfección.
Todo lo dicho puede aplicarse a nuestro ejemplar sacerdote cariñosamente conocido como Don Rafaelito. Entre otras muchas enseñanzas evangelizadoras y estimulantes para alcanzar la perfección a la que nos llama y nos capacita Jesucristo, destaca en él su austeridad de vida. No se trata necesariamente de imitar la forma concreta como él practicaba esa virtud. Se trata de entender y aceptar el valor del esfuerzo, del sacrificio, del dominio de sí mismo, y de las prácticas personales orientadas a alcanzar como hábito la superación de comportamientos puramente hedonistas y placenteros. Estos son el caldo de cultivo en el que crece el egoísmo, toma incremento el relativismo, y se camina hacia un laicismo cerrado que da la espalda a Dios. No cabe duda de que esto destruye la sociedad, como estamos viendo y sufriendo.
Si cada uno es la referencia del bien y del mal en cada momento, ciertamente no tiene lugar el arrepentimiento y menos todavía la petición de perdón. Sólo cuando se descubre y se acepta que la referencia y la fuente del bien y de la verdad es Dios nuestro Señor, se nos abre un horizonte de perfección, se nos brinda un camino de auténtico progreso personal y social, se nos descubre la posibilidad de error dada nuestra limitación y nuestra concupiscencia, y se nos llama a experimentar el inmenso gozo de la misericordia divina que es la fuente de la verdadera alegría y de la esperanza que no defrauda. El testimonio de esta gran lección, esencial para crecer en la imagen y semejanza de Dios que tenemos por creación divina, fue constante en Don Rafaelito en cuyo ministerio pastoral destacaba el ofrecimiento del sacramento de la Penitencia siempre orientado a la Eucaristía.
El ofrecimiento y la recepción del Sacramento de la Penitencia, y el ejercicio de la austeridad personal son dos ejemplos a tener en cuenta hoy, y dos enseñanzas imprescindibles para que nuestra sociedad no confunda el progreso con el descarrilamiento en la permisividad, en el materialismo, en el hedonismo y en el egocentrismo que encierra al hombre y a la mujer en el reducido espacio de las propias limitaciones y de las abundantes y variadas concupiscencias. Aprendamos la lección; es muy útil, y goza de grandísima actualidad a la vista de las corrientes de pensamiento y de conducta tan preconizadas y extendidas en la cultura dominante.
+ Santiago García Aracil, Arzobispo de Mérida-Badajoz