Un corazón humano es siempre una fibra temblorosa. Tan frágil, tan quebradizo e indefenso, que a veces basta una mirada para hacerlo añicos. Algunos corazones son joyeros, donde perlas y rubíes de amores nobles y limpios deseos se custodian en urna de cristal. Otros son estercoleros, que han profanado el santuario más sagrado que alberga el ser humano con la inmundicia de odios, rencores, envidias y amarguras sin cuento. En la mayor parte de los corazones, sin embargo, se dan cita joyas y miserias, y se confunden incluso la unas con las otras, prestando las joyas su brillo a las miserias, y empañando éstas con su hedor el esplendor de aquéllas.
Algunas personas tienen el corazón del tamaño de una caja de cerillas; no caben en él más que cosas diminutas, a las que entregan su vida y por las que suspiran, sin que quepa en ellos cariño del tamaño de un hombre. Otros corazones son tan grandes como un ascensor, y, aunque se trate de uno de esos ascensores de los hospitales, con capacidad para veinte personas, una vez cubierto el cupo no hay espacio para nadie más sin peligro de que la fibra caiga por sobrepeso. Si te acercas a ellos cuando el cupo se ha cubierto, te parece que han colgado el cartel del “Ocupado. Espere a que desaloje algún pasajero”. Existen, también, personas cuyo corazón es como un estadio de fútbol. Te abren sus puertas, pero allí te sientes perdido entre muchedumbre y dudas de que el dueño del estadio, admirado y querido por todos los concurrentes, conozca siquiera tu nombre o el de quien se sienta, apretado, junto a ti.
El Sagrado Corazón de Jesús es, sin embargo, como una pequeña capilla. Es su puerta una hendidura abierta por la lanza de un centurión romano después de las tres de la tarde, y por eso no puede cerrarse jamás. Sin embargo, cuando la cruzas y te adentras en su seno, quedas sumergido en un profundo silencio y caes de rodillas sumido en el más cálido recogimiento. Descubres, con irreparable sorpresa, que no hay nadie allí más que tú y Él. No tienes que compartir su Amor con nadie, ni esperar a que te llegue el turno, ni hacer cola para besar su mano, ni abrirte paso a codazos entre una multitud para atisbar de lejos su silueta. Él te mira y tú le miras, como si ninguno de los dos tuvierais nada más que hacer en toda la eternidad. Te sientes amado como nunca, amado por ser quien eres y nada más que por ser quien eres. Te sabes conocido hasta lo más profundo, acariciado por una mirada de cariño que penetra en los pliegues más perdidos del alma y del recuerdo. No quisieras salir de allí jamás, y sabes que no tienes por qué hacerlo si no quieres.
Has descubierto, al fin, lo que es Amor, y que lo que hasta entonces te parecieron afectos se han vuelto, en comparación con esa Hoguera, fríos y sucios como la nieve pisada por las herraduras de los caballos. Y ya no quisieras amar ni ser amado fuera de allí. Desearías traer todos tus cariños y depositarlos al pie de ese altar hasta que se abrasaran en el Fuego que allí todo lo quema y purifica sin llegar a consumirlo.
Después te miras por dentro, y descubres que, en ese pequeño habitáculo de tu corazón, Jesús entró una vez y ahora no logras encontrarlo. Quedó, el pobre, sepultado entre el desorden de cosas, de chatarra, de dos o tres personas más a quienes invitaste no recuerdas cuándo, de restos de algo que entró y salió sin hacer limpieza, y todo ello en medio de un aire que huele a ti pero no huele bien. Te llenas de vergüenza y quisieras inundar con lágrimas ese trastero durante cuarenta días y cuarenta noches, haciendo con tus manos arca para Jesús hasta que el llanto cese.
¡Que me ames Tú a mí, Jesús, como me amas!... ¡Y que yo te ame como te amo! Haz tuyo, al menos, este pobre corazón mío, para que pueda yo amarte con el Tuyo. Así, amándote yo, te amarás Tú, que sabes hacerlo mil veces mejor, y no tendré que avergonzarme, porque me habré perdido para siempre en ti.
José-Fernando Rey Ballesteros, sacerdote