Hoy vamos a utilizar la ironía, marcada por el dolor, para subrayar lo que se nos quiere presentar como habitual y deseablemente creciente en nuestra cultura. El origen de todo está en que, prescindiendo de la trascendencia, el problema de la dignidad el hombre y de los Derechos Humanos no tiene solución. En el juicio: «Toda persona tiene valor absoluto», la conexión entre el sujeto y el predicado es ininteligible sin pasar por Dios; y, para ser más precisos, sin pasar por el Dios cristiano, revelado por Jesucristo. Sólo así podemos afirmar que, como seres humanos, no somos cosas, ni medios, sino fines en sí mismos, porque poseemos dignidad. Suelo repetir que, más exacto que «tener dignidad», es decir que la persona «es dignidad», porque se nos puede quitar lo que tenemos, pero no lo que somos.
Recordemos que el ateísmo moderno se constituye en humanismo absoluto, con la pretensión de ser el único verdadero y para el cual el humanismo cristiano no es sino objeto de burla (De Lubac). El hombre elimina a Dios para quedar en posesión de la grandeza humana. Es un auténtico salto al vacío, por el que la persona pasa de las manos de Dios a las manos del hombre, que no tiene referencia, ni criterio que no sea su propia voluntad.
Pensemos que los 100.000 abortos en un año espantan a muchas conciencias. Mas a otras no les parece una cifra escandalosa. Se habla de nuevas normas que permitirán el aborto por razones económicas. Muchos miles más no llegarán a nacer. De otra parte, se insiste en la aplicación de la «muerte digna» -otro eufemismo- para no hablar de «dar muerte» a un enfermo. Si sigue creciendo el número de unas y otras muertes, puede afirmarse que muchos seres humanos ni nacerán ni morirán; se les quitará la vida.
Cardenal Ricard Mª. Carles