“Hermanos y hermanas. ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad! ¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera! ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!” Con estas palabras comenzó Juan Pablo II su Pontificado, un día radiante de octubre de 1978.
Cuando treinta años más tarde las televisiones y radios de todo el mundo estaban a punto de anunciar su muerte, este inmenso pontífice había llevado el mismo mensaje a todos los rincones del mundo. Sus continuos viajes, sus innumerables homilías, sus múltiples iniciativas pastorales; sus miles de audiencias a todo tipo de personas sólo pretendían una cosa: que no tuvieran miedo en abrir sus vidas y su actividad a Jesucristo, pues tenía la experiencia de que Jesucristo no busca otra cosa que darnos su amor misericordioso y salvador.
Muchas páginas se han escrito y muchas más quedan por escribir sobre este Pontífice que vino de más allá del Telón de acero. Pero el pueblo llano, que tiene un sexto sentido para distinguir el oro y el oropel, el mismo día de su muerte comenzó a clamar: “Santo subito”, santo inmediatamente, santo ya mismo. Ese grito salía –y no deja de llamar la atención- de la garganta de cientos de miles de jóvenes que habían llegado a la Plaza de san Pedro desde todos los rincones del mundo. Ellos tenían la certeza de que el hombre que acababa de dejarlos era no sólo un santo, sino un santazo. No eran necesarios los milagros, pues su vida entera había sido un milagro permanente.
Todos hemos comprobado este milagro. ¿Quién no retiene aquella imagen de un Juan Pablo II sumergido en oración profunda ante los pies de la Santina, en Covadonga, abstraído de las multitudes, de las autoridades y de las cámaras? ¿Quién no le ha visto pasar, una y otra vez, sin cansarse las cuentas del Rosario? ¿Quién no escucha todavía su recia y enérgica voz defendiendo la vida de los no nacidos, los derechos de los más pobres o la indisolubilidad del matrimonio? ¿Cómo olvidar sus besos y abrazos a los niños, a los enfermos, a los pobres de Calcuta, Río de Janeiro o de cualquier parte de África? Juan Pablo II ha sido un ejemplo patente de que amar a Jesucristo es la mejor garantía para amar a cada persona humana por lo que ella es, no por lo que tiene o por lo que vale. Y que el amor humano es maravilloso porque, si es verdadero, refleja el rostro de Dios.
Pienso que hay tres sectores de personas que tienen una deuda especial con este hombre de Dios que fue Juan Pablo II: las mujeres, los matrimonios y los que sufren. Juan Pablo II tuvo un inmenso respeto y aprecio hacia las mujeres, como lo demuestran sus grandes documentos sobre la mujer. También los matrimonios. Yo he sido testigo de excepción durante mis largos años en el Pontificio Consejo para la Familia. ¡Cómo vibraba el Papa cuando había que defender la institución de la familia, la maternidad y la educación de los hijos! Los enfermos y afligidos ocupaban un lugar privilegiado en su corazón. Él había sido formado en la escuela de la cruz desde muy niño, cuando se quedó sin madre. Tuvo la experiencia personal de que el sufrimiento en todas sus formas alcanza su más profundo sentido y su más grande fecundidad en la cruz.
+ Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos