En el siglo XX Sudáfrica se hizo tristemente famosa por el apartheid. Este régimen político consistía en la segregación racial. En un país con mayoría de población negra, los sudafricanos de esta raza apenas tenían derechos políticos y civiles. No participaban en las elecciones parlamentarias, no tenían derecho a transitar por cualquier sitio, sus barrios muchas veces no tenían electricidad o agua potable, además de otras muchas limitaciones. Incluso debían viajar en asientos distintos de los blancos en los transportes públicos y existían playas, baños públicos y barrios reservados a blancos. Hubo también pensadores sudafricanos blancos que elaboraron una teoría justificadora del sistema de discriminaciones de su país.
Afortunadamente Sudáfrica abandonó el régimen del apartheid hace ya casi dos décadas. La humanidad entera veía denigrada su conciencia por la existencia de un régimen como el sudafricano tan contrario a los principios de dignidad humana. Por eso sorprende que los fantasmas del apartheid vuelvan a aparecer, y no en un lugar remoto, sino en España. La diferencia es que ahora los segregados no son los miembros de una raza humana, sino los de una religión, la católica.
Porque ¿qué es sino una nueva forma de apartheid el intento de que los católicos no tengan derecho a locales en universidades que son de todos, en igualdad de condiciones que los demás ciudadanos? ¿O que se impida al Cardenal Rouco pronunciar una conferencia en una universidad, como si él tuviera menos derechos civiles que otros conferenciantes? Se intenta expulsar de la profesión a los médicos o a los jueces católicos, pues se les impide –solo a ellos– ejercer la objeción de conciencia. A los padres católicos se les impide tener colegios que respondan a su ideario salvo que paguen más que los demás ciudadanos, pues reservan los recursos públicos a colegios laicos. Tampoco se pueden fundar asociaciones católicas en igualdad de oportunidades, pues se les niegan subvenciones solo porque son católicas. Recientemente hemos sabido que se discrimina a los católicos en la carrera diplomática. Puestos a discriminar, a los católicos se les niega hasta el derecho a tener sentimientos: ya hemos perdido la cuenta del número de espectáculos financiados con fondos públicos que contienen graves ofensas a lo que los católicos consideran más sagrado.
Parece claro que el objetivo es convertir a los católicos en ciudadanos de categoría inferior. Para estos radicales todos los ciudadanos tienen derecho a expresar su opinión sobre los asuntos públicos, salvo los que usen mitra y báculo; todos los parlamentarios tienen derecho a votar en conciencia, salvo si son católicos; y en las escuelas públicas se enseñarán todas las doctrinas, salvo las católicas.
Sin embargo, estas actitudes aun siendo condenables, no me parecen preocupantes: ya sabemos que los radicales van a actuar con radicalidad. Lo preocupante es que ya hayan surgido teóricos del nuevo apartheid.
En efecto, Gregorio Peces-Barba parece que ha asumido el papel de impulsor de la política de apartheid hacia los católicos. Hace unos días ha publicado un artículo en el que se opone a que a los católicos se les trate en régimen de igualdad, pues a pesar de tantas discriminaciones hacia los católicos, opina que a la Iglesia se le ha consentido demasiado. En unas frases que parecen sacadas de un manual del apartheid, afirma que «cuanto más se les consiente y se les soporta, peor responden. Solo entienden del palo y de la separación de los campos».
Ya hemos tenido demasiados regímenes discriminatorio en el siglo XX para que sigan surgiendo nuevos. Pero que aparezcan teóricos del apartheid más violento, ya es excesivo. Las autoridades públicas deberían intervenir con todo el peso de la ley ante el riesgo de que algún lector de Peces-Barba le haga caso.
P. Pedro María Reyes Vizcaíno, sacerdote
Editor de iuscanonicum.org