No sólo en España, sino en buena parte del mundo occidental, se comenta la pérdida de libertad que supone un exceso legislativo. Y no me parece mala ni sobrada la advertencia porque podemos estar yendo hacia una cierta tiranía blanda, querida o consentida por nosotros mismos en aras de seguridades diversas.
En tal situación, quizá resulten instructivas unas palabras que no están escritas anteayer, sino hacen un cúmulo de años. Nada nuevo bajo el sol, pero puede estar cumpliéndose el aforismo de que si no aprendemos las lecciones de la historia estamos condenados a repetirla. Y está claro que no es muy saludable repetir ciertas historias. Rosmini, que es el autor referido, escribía:
“La libertad es el ejercicio no impedido de los propios derechos” –se está refiriendo a los derechos humanos–. “Los derechos son anteriores a las leyes civiles. El fundamento de la tiranía es la doctrina que enseña lo contrario. Las leyes civiles pueden ser justas o injustas, en cuyo caso, y con otras palabras, son tiránicas. Si las leyes civiles no ofenden los derechos que les son previos, o se limitan a proteger su ejercicio, de modo que no sea impedido por obstáculo alguno, son justas, y el pueblo que vive bajo tales leyes es libre. Pero si las leyes civiles pretenden ser superiores a los derechos que les preexisten, pretenden ser su patrón y su fuente, son injustas; y el pueblo que posee un gobierno fundado sobre tales teorías de la omnipotencia de la ley civil es esclavo”.
Hoy día no es fácil reconocer la ley natural, que encierra esos derechos humanos precedentes o toda otra ley de los hombres. Recuerdo que, en una ocasión, la Reina de España fue tildada de anacrónica por referirse a la ley natural. Tal calificativo encierra justamente ese concepto prepotente de las leyes civiles que nos hacen esclavos.
No es una sutileza que la Declaración Universal de los Derechos del Hombre se llame justamente así: declaración, porque no otorga nada, sino que enuncia la existencia de esos derechos de modo universal, es decir, poseídos por todos sencillamente por formar parte del género humano. Y eso es justamente la ley natural, tan maltratada e ignorada actualmente porque esa ley de funcionamiento de la naturaleza humana está demandando un Creador. Y justamente la omnipotencia de la ley –del hombre en última instancia– está supliendo la Omnipotencia de Dios.
¿Y por qué tal actitud nos esclaviza? Es obvio que por despojarnos de algo intensamente propio y no otorgado por nadie. Es cierto que existe la soberanía popular, pero no de modo ilimitado. No hay tal soberanía ni Estado de Derecho alguno cuando se pisotea al hombre por la mitad más uno de los votos.
Y no escribo esto desde una reticencia antidemocrática sino todo lo contrario, puesto que la mejor salvaguarda de la democracia misma es la protección de las señales identitarias del ser humano. No creo que sea preciso volver a recordar que el nazismo logró democráticamente el poder y luego realizó el terrible holocausto. Se ve, pues, necesario algo más para custodiar a la persona, algo que no quiero llamar un dique porque parecería sofocar la libertad; más bien son unos buenos indicadores de autopista, que ni sacan por donde no toca ni conducen al abismo.
P. Pablo Cabellos Llorente, sacerdote