Me he encontrado en varias ocasiones con personas que en sus polémicas conmigo, no entendían que un sacerdote pudiese entender de sexualidad. Partían del supuesto que un sacerdote es un perfecto analfabeto en estas cuestiones y, si entiende algo, el motivo es muy simple, su vida personal no es precisamente irreprochable.
Siempre he creído que no puedes aconsejar de aquello que ignoras y que para entender de cualquier tema, hay otros medios y así no es preciso que un oncólogo tenga cáncer ni que un sacerdote use de su genitalidad. Le basta para poder hablar con conocimiento de causa en cuestiones de sexualidad dos cosas: fundamentalmente estudiar y también saber escuchar. En mi caso concreto durante unos treinta años he dado las materias de Moral Sexual y Sacramento del Matrimonio, por lo que también, por simple ética profesional he tenido que estudiar estas materias.
Dicho esto ya decía Santa Teresa de Jesús en "El Camino de Perfección" que prefería a un confesor piadoso pero ignorante, otro menos piadoso pero más docto, porque el primero puede conducir a la ruina, el segundo, si quiere, puede dirigir bien.
Está claro que quien conoce suficientemente la ciencia moral sabe juzgar los casos comunes y, al menos, dudar en los más difíciles. El confesor debe tener la ciencia necesaria para resolver inmediatamente los casos normales del lugar donde ejercita su ministerio; y saber también estar atento y dudar prudentemente en los casos más raros y difíciles, a fin de no dar juicios si no está seguro o sin haber consultado antes algún autor o pedido consejo a personas competentes. Saber dudar es señal de ciencia; el ignorante no duda jamás porque la ignorancia es audaz, corta atolondradamente y yerra con toda tranquilidad.
Hay también el problema de las opiniones, a veces contradictorias, de los teólogos en materias morales, con enfrentamientos que desorientan a los fieles. No hemos de ejercer este ministerio según nuestros propios criterios, sino según los de la Iglesia. La gente viene a nosotros, los confesores, buscando no nuestra opinión personal, sino lo que dice la Iglesia, y a ello hemos de atenernos.
Cuando el caso es demasiado difícil por ejemplo algunos de restitución, y no se puede resolverlo inmediatamente, se invita al penitente a que vuelva, dándole como razón el que se quiere examinarlo mejor. Pero mientras tanto, si está bien dispuesto, hay que darle la absolución.
Examinar el caso supone por nuestra parte consultar tratados y si es necesario se recurre a personas competentes, a ser posible aquéllas que no tienen peligro de poder conocer al interesado. Pero si hubiese peligro de revelación porque por ejemplo el interesado es del lugar y quizás podría individualizar al penitente, se pide licencia a éste para consultar su caso y si no consiente que se vaya a otro sacerdote.
El sacerdote debe seguir estudiando y actualizándose a lo largo de su vida. "Es menester que los presbíteros conozcan bien los documentos del Magisterio, y señaladamente de los Concilios y Romanos Pontífices, y consulten los mejores y aprobados doctores de la ciencia teológica"(Concilio Vaticano II Presbyterorum Ordinis nº 19). La buena formación implica competencia en "la teología dogmática, moral, espiritual y pastoral (que son siempre una sola teología), las ciencias del hombre, la metodología del diálogo y, especialmente, del coloquio pastoral. Siempre deberá cuidar la propia perfección y la puesta al día con el estudio permanente"(Exhortación Apostólica de Juan Pablo II Reconciliatio et Paenitentia nº 29). Si la gente espera de un psiquiatra o de un médico una adecuada formación profesional, tanto más está en su derecho esperarla y exigirla de un sacerdote que confiesa. Una buena preparación psicológica y en ciencias humanas permite al sacerdote penetrar mejor en el misterioso ámbito de la conciencia para poder así distinguir, lo que no siempre es fácil, entre actos "humanos", y por tanto libres y responsables, de los actos "del hombre", condicionados por mecanismos psicológicos, que quitan la responsabilidad sin que a veces lo sepa ni el propio agente. Además en ningún otro sacramento juega el sacerdote un papel más decisivo que en éste, siendo desde luego fundamental la preparación personal del confesor.
El estudio nos es tanto más necesario cuanto que mucha gente viene a nosotros dentro y fuera del sacramento a pedir ayuda y consejo en los problemas de su vida, especialmente en aquello que toca directa o indirectamente lo moral o religioso. En ocasiones podrá ser conveniente proponer a algunas personas hablar de sus problemas fuera del confesionario, pero es recomendable que siempre demos algunos consejos, pues somos más que repartidores de absoluciones y debemos no sólo responder a las preguntas que se nos hacen, sino también excitar en nuestros penitentes el deseo de servir mejor a Dios y al prójimo según su propia vocación.
El haber descuidado el sacramento de la penitencia es la causa de muchos males en la vida de la Iglesia y en la vida de los sacerdotes. La crisis de este sacramento se debe no sólo a que la gente ya no va a confesarse, sino también a que nosotros, los sacerdotes, ya no estamos presentes en él. Un confesionario en el que está presente un sacerdote, en una iglesia vacía, es el símbolo más conmovedor de la paciencia de Dios que espera. Así es Dios. Él nos espera toda la vida. El corazón herido del hombre puede sanar sólo si puede desahogarse del todo, para lo que necesita alguien que le escuche, tanto mejor si es en la absoluta discreción del sacramento de la penitencia, siendo clave que el sacerdote confesor más que hablar, sepa escuchar.
Pedro Trevijano, sacerdote