Con ocasión del comunicado de los 144 teólogos alemanes me gustaría decir alguna cosa.
Algunos sacerdotes pueden preguntarse que para qué vestirse de sacerdotes, que qué sentido tiene eso. Y decidir que se vestirán como el resto de la gente.
Esos sacerdotes pueden preguntarse, ¿y por qué no nos vamos a poder casar? Casémonos como el resto de la población. Y se casarán.
Esos sacerdotes después dirían con toda razón: tengo una familia, tengo que ganar un sueldo de la misma. Y ganarán un sueldo de la misma cuantía que cualquier trabajador.
Después dirán: Señor obispo, si de mí solo dependiera, le obedecería. Pero cuando me envía a otro lugar, tengo que pensar también en mi mujer y mis hijos. No me puedo trasladar contra la voluntad de los míos.
Después dirán: De verdad que no puedo seguir con el tiempo que antes dedicaba a la oración. Ya me gustaría quedarme en la iglesia horas enteras, pero está el trabajo en la parroquia, debo ayudar a mi esposa, debo estar con mis hijos. Del breviario ya ni le hablo.
Mire, me gustaría dedicarme sólo a la Iglesia. Pero tengo que trabajar para traer algo más de dinero a mi casa. Así que doy un gran ejemplo de buen sacerdote ganándome mi propio sustento. No se me caen los anillos por eso.
Si hacemos del sacerdote un hombre como los demás, que viste como los demás, que lleva una vida como la de los demás, que deja de ser un hombre consagrado, un hombre de oración dedicado enteramente al Misterio de Dios y a predicar ese Misterio a sus hermanos, para ser un asalariado en un trabajo civil que dedica algo de su tiempo libre a la parroquia. Entonces tendremos no sacerdotes, sino animadores de la comunidad.
El Reino de Dios ya no tendría apóstoles consagrados, sino hombres comunes que dedican ratos libres a las cosas de Dios y de la comunidad.
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Cuando ensalzamos el proceso a través del cual el Espíritu Santo ha hecho evolucionar el sacerdocio en su Iglesia, siempre hay alguien que sale con lo del matrimonio de Pedro. Eso es un clásico.
El proceso ha sido llevado a través del Espíritu Santo, no ha sido obra de manos humanas solamente, de manos guiadas por criterios humanos. De ser así, yo nunca hubiera dejado de casarme. No deja de estimular mi curiosidad cómo hubiera sido la Sra. Fortea. Si me hubiera aguantado o si hubiera sido la mujer más feliz del mundo. Pero ése es otro tema.
Lo cierto es que los sacerdotes podrían casarse, podríamos volver a celebrar las misas en las casas particulares, podríamos matar un cordero tras cada misa en recuerdo de la Cena Pascual, podríamos volver a las antiguas penitencias públicas de la Iglesia primitiva, podríamos vestirnos de saco y ceniza. Incluso revivir la Fiesta de las Tiendas entre los católicos, en la que todos vivían en tiendas alrededor de Jerusalén durante unos días. Tal fiesta no afectaría para nada a la doctrina dogmática eclesial.
Se pueden hacer cientos de reformas sin afectar la doctrina eclesial, miles de reformas, cientos de miles de reformas. Pero hay que discernir qué reformas contravienen los procesos evolutivos que el Espíritu Santo ha inspirado en su Iglesia. El celibato es el modo óptimo de ejercer el sacerdocio. Si la Ley cambiará en el futuro, sólo Dios lo sabe. Pero el celibato es el modo óptimo de ejercer el sacerdocio. Eso no lo cambia la suegra de Pedro pululando por las páginas del Evangelio.
Por supuesto que la obligatoriedad del celibato puede ser cambiada. La cuestión es si tal cambio es para bien o no. La Iglesia seguiría siendo la misma con todos sus curas casados o sin ninguno de ellos casados. Yo nunca he afirmado que esta ley en el futuro no se cambie. Lo único que yo he afirmado es que no se debe cuestionar el orden eclesial a base de protestas públicas.
Si algún día los cánones son cambiados, yo obedeceré como todo el mundo. Y en mi interior no habrá ninguna crítica. Pero el orden eclesial es una consecuencia de la fe, un fruto del amor a la Iglesia, un elemento más del seguimiento de Cristo.
Lo único que pido a los teólogos de fin de semana es que dejen en paz a la suegra de Pedro. Ella misma está decididamente a favor del celibato. No conozco a ninguna suegra que tras cuatro o cinco años de matrimonio de su hija, no hubiera deseado que su yerno hubiera sido célibe, eremita o cartujo.
P. José Antonio Fortea, sacerdote
Publicado originalmente en el Blog del Padre Fortea, aquí y aquí