La semana pasada conocimos la buena noticia de que el presidente de Pakistán había decidido indultar a Asia Bibi, la mujer de 37 años condenada a muerte por el delito de ser católica y defender públicamente su fe. Y es que en Pakistán, como en tantos países islámicos, los cristianos que no aceptan ser ciudadanos de segunda y relegar su fe a la esfera más íntima son reos de blasfemia, delito castigado con la muerte.
Esta semana nos encontramos con que un Tribunal de Pakistán ha prohibido al presidente del país que conceda el indulto a esta mujer, aduciendo el formalismo legal de que el caso aún no ha sido resuelto en apelación. El Tribunal viene a decir que, dado que los jueces aún no se han pronunciado sobre el recurso de Asia Bibi, en teoría ésta podría ser declarada inocente, por lo que no procede indultarla, pues el indulto es un perdón aplicable a quienes han sido declarados culpables.
A primera vista, el razonamiento del Tribunal no sólo es impecable, sino que incluso tiene un punto encomiable: parecería que asistimos a un ejemplo de imperio del Derecho en un país islámico, señalando el Tribunal que existen limitaciones jurídicas al poder político. Vamos, como si hubieran asimilado la concepción occidental de la libertad en el orden.
Pero en realidad, no se trata más que de usar lenguaje de picapleitos para impedir la libertad de esta mujer, que en un ejemplo de entereza ha afirmado en varias ocasiones que prefiere morir cristiana a renunciar a la fe.
Además del testimonio religioso de Asia Bibi, este caso nos ofrece dos importantes lecciones. En primer lugar, que la ley y los formalismos judiciales en ocasiones pueden usarse para pisotear el Derecho. En segundo lugar, que de poco sirven las instituciones fuera del humus cultural y espiritual que las ha hecho posible.
Y como me parece que estas lecciones no son aplicables exclusivamente a Pakistán, cobra una especial urgencia la revitalización de las raíces cristianas de nuestra civilización.
Pablo Nuevo
Publicado en la web de la Fundación Burke