Hace algún tiempo entrevistaban por televisión a unos cantantes españoles de los que podríamos calificar de famosillos, esto es, conocidos pero no de primera línea, con innegable pinta macarra. Dichos cantantes acababan de sacar un disco con tintes ecológicos y, preguntados sobre el porqué de dicho interés, uno de ellos respondió, queriendo hacer alarde de conocimientos metafísicos, que la naturaleza es importante porque los seres humanos “somos polvo de estrellas, estamos hechos de los mismos elementos que el resto del universo”.
Me llamó la atención porque no es una afirmación suya (si fuera así, me importaría más bien poco), sino precisamente porque no es suya, y es una muestra de una mentalidad bastante extendida. La frase original es del mediático científico Carl Sagan, que la hizo famosa y después ha sido repetida por muchos otros, como es el caso de los autores del libro “La historia más bella del mundo”, Dominique Simonnet, Hubert Reeves, Joël de Rosnay y Yves Coppens, que hacen esta compleja descripción:
“Los átomos escapados de les estrellas que mueren yerran al azar en el espacio interestelar y se mezclan con las grandes nubes esparcidas a lo largo de la Vía Láctea, Así, el espacio se convierte en un verdadero laboratorio de química. Por el efecto de la fuerza electromagnética, los electrones se ponen en órbita entorno de los núcleos atómicos para formar átomos. Éstos, a su vez, se asocian en moléculas cuanto más va más pesadas. Algunas moléculas agrupan más de una decena de átomos. La asociación del oxígeno y el hidrógeno dará el agua. El ázoe o nitrógeno y el hidrógeno forman el amoníaco. Encontremos incluso la molécula del alcohol etílico, el de nuestras bebidas alcohólicas, compuesto por dos átomos de carbono, un átomo de oxígeno y seis átomos de hidrógeno. Son los mismos átomos que más adelante, en la Tierra, se combinarán para formar organismos vivos. Realmente estamos hechos de polvo de estrellas.”
En sí toda esta cuestión tan complicada para el que no entienda de ciencia (como es mi caso) es ambigua desde el punto de vista de la fe, pues se puede entender desde una idea de universo sin Dios, como es el caso de Carl Sagan -ateo reconocido- o desde una apertura a Dios, como es el caso de los autores de “La historia más bella del mundo”, que dejan las puertas abiertas a Dios, aunque en el libro se centran en los datos científicos. Y para apertura científica a lo divino, imposible olvidar a Albert Einstein, al cual una vez le preguntó un periodista cuál era el origen de la materia, y él no contestó una palabra sino que levantó el dedo hacia arriba.
Por lo tanto, aunque el difunto Carl Sagan se pueda revolver en su tumba, hay que reconocer que su afirmación se puede interpretar desde el punto de vista de la fe, si sólo se toma dicho enunciado como la base material del ser humano a la que Dios añadió un alma espiritual, haciéndolo así a imagen y semejanza suya. Cierto es que una gran parte de la intelectualidad actual lo toma desde el punto de vista de materia sin espíritu, pero en realidad es una opción ideológica, por mucho que invoquen como excusa la ciencia.
De hecho, como ya han recordado otros antes, sobre el origen de la vida sólo podemos decir tres cosas: Que la creó Dios, lo cual podría ser una respuesta verdadera o falsa, pero no es científica. Que se creó sola sin ningún Dios, lo cual podría ser también una respuesta verdadera o falsa, pero tampoco es científica, y exige tanta o más fe que la anterior. O que no sabemos, lo cual podría ser científico pero no es respuesta.
La antropología cristiana no tiene miedo a aceptar el polvo de estrellas, pero con una dignidad que no es la de cualquier polvo, y con una vocación para nada comparable con la de una estrella. Bien recordaba el gran San Ignacio de Loyola que “el hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado”.
No es que esta dignidad haya sido siempre respetada ni esos fines contemplados en sociedades que se consideraban cristianas. La historia es larga y tiene ejemplos para todos los gustos, algunos lamentables. Pero la fe cristiana debería llevar a un respeto del ser humano que, desde luego, hoy no se ve con facilidad. Los traídos y llevados Derechos Humanos, que fueron formulados en versión laica pero que demuestran una cultura basada en el cristianismo, siguen siendo todavía “rara avis”: Los medios de comunicación nos recuerdan que el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad es papel mojado en muchos países. En al menos 81, se infligen torturas o malos tratos a las personas, en 54 se las somete a juicios sin garantías, y en 77 no pueden hablar con libertad. Como estarán las cosas, cuando hace poco la secretaria general de Amnistía Internacional podía afirmas que “La injusticia, la desigualdad y la impunidad son hoy las marcas distintivas de nuestro mundo”.
De dicha organización internacional, de la que no soy devoto, pero que sin duda conoce bien lo que pasa por el mundo es la siguiente descripción: “La seguridad humana se ve amenazada por la guerra y los ataques de grupos armados, así como por la hambruna, las enfermedades y los desastres naturales. Y las libertades se ven restringidas por culpa de la represión, la discriminación y la exclusión social”.
Dejando aparte los desastres naturales, que no dependen de nosotros, está claro que hay en el mundo mucha injusticia que proviene de olvidar la dignidad del ser humano y su vocación sobrenatural. Y eso que en los informes de Amnistía Internacional no se incluyen (su ideología no se lo permite) ni el aborto, la esterilización de mujeres en el tercer mundo, la manipulación de embriones, la eutanasia, ni otros temas similares, lo cual haría la lista todavía más larga.
Quizás uno de los problemas más urgentes del mundo actual es que los derechos de cada ser humano sean reconocidos integralmente porque le sea reconocida su dignidad, sin influencias ideológicas que hagan olvidar uno u otro derecho, sino que valgan para todo ser humano y en cualquier lugar, aunque esté enfermo, sea anciano o incluso se halle todavía en el vientre de su madre. Pero la experiencia nos demuestra que entender la dignidad de cada persona humana no es fácil si no se recurre al que se la otorga, su Creador. Por ello, para poder entender la grandeza del ser humano, recomendaba San Ignacio: “Mirar cómo Dios habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vejetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender; y así en mí dándome ser, animando, sensando, y haciéndome entender; asimismo haciendo templo de mí seyendo criado a la similitud y imagen de su divina majestad”. Siglos después, con concisión y belleza recordaba Benedicto XVI al comienzo de su pontificado: “Cada uno de nosotros somos el fruto de un pensamiento de Dios, cada uno de nosotros es querido, cada uno de nosotros es amado, cada uno de nosotros es necesario”
Este es el principio y fundamento que nos expone el santo español y que debería ser también el principio y el fundamente de toda teoría y, por lo tanto, de toda práctica referente a lo que es humano. Ojalá lo tuviésemos claro todos, o por lo menos la mayoría, por lo que no está de más repetirlo una vez más y hasta la saciedad: Si es especial, único y dignísimo el hombre (y la mujer) es porque “es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado”.