En el acto de la procreación, palabra que deja entrever la presencia de Dios y su participación en el inicio de la vida humana, pues “toda paternidad proviene de Dios”(Ef 3,14), el varón y la mujer intervienen conjuntamente para engendrar una persona con características imprevisibles e irreducibles a las de sus progenitores, contribuyendo así al reconocimiento y a la protección de su singularidad y autonomía, elementos esenciales de la condición humana y de su dignidad. El hijo no es un mero efecto de un proceso biológico natural, sino una persona que ordinariamente surge como consecuencia de un acto de amor, enseñando la experiencia que actuando como padres los nuevos padres aprenden rápidamente a serlo, aunque es indiscutible que si se preparan adecuadamente para su nueva función por la reflexión, la lectura y el diálogo entre ellos, estarán en mejores condiciones de realizar sus tareas.
El nacimiento de un niño normalmente significa una victoria sobre el egoísmo, el miedo y la falta de responsabilidad; es una señal de fe en el otro a quien se ama, y de esperanza en el futuro. El gozo que el esposo y la esposa experimentan en su mutuo amor se multiplica cuando, como padres, pueden abrazar a su hijo. Empezamos a existir porque nuestros padres se han querido y también porque Dios nos ama y nos llama a la existencia. En la paternidad y en la maternidad los esposos encuentran una plena realización de su amor. A través de la figura del padre y de la madre, el niño adquiere su identidad personal y sexual como hombre o mujer. Los niños, todos los niños, tienen derecho a nacer, a vivir, a crecer sanos y felices en una familia estable y amorosa. La reproducción humana debe darse en unas circunstancias que hagan posible que sea un proceso humanizado y humanizador. Todo niño tiene derecho a tener un padre y una madre que se amen y le amen profundamente, pues necesita que no sólo le den la vida sino también le quieran, y se ocupen ambos de su educación, pues el bebé nace totalmente dependiente, siendo la familia el marco más adecuado para la construcción de su personalidad. El principal derecho que tiene todo niño, después del de la vida, es el derecho a ser amado. Para ello debe venir al mundo rodeado de amor y ser acogido con cariño y bondad, siéndole muy importante desde muy pronto, las caricias y señales de aprobación y afecto que le comunican sus padres, especialmente la madre, porque el amoroso contacto físico constituye su fuente más importante de seguridad y autoestima y le posibilitará un desarrollo normal y positivo. Incluso en el evangelio se nos dice: “llevaron unos niños a Jesús para que los tocara” (Mc 10,13). En cambio, si los niños no encuentran amor, si tienen carencias afectivas, al igual que si se ven rodeados de un amor posesivo y sofocante, fácilmente tendrán disfunciones.
El nacimiento es un acontecimiento fundamental que supone para el recién nacido el paso de la dependencia intrauterina a la autonomía biológica con la separación física de su madre. Por una parte hay una continuidad con la vida antes del nacimiento, pues prosigue el desarrollo iniciado en el período anterior, mientras por otra es una nueva etapa que supone su recepción en un entorno familiar y social que le facilitará su tarea de humanización y personalización.
Los seres humanos nacen y habitualmente se desarrollan en una casa de familia, con padre, madre, hermanos, otros parientes y el pequeño mundo de la vecindad. Pero también forman parte de un pueblo o nación, con su lenguaje, valores y normas sociales de conducta, condiciones todas ellas que nos marcan profundamente en nuestro modo de ser.
El papel de la familia en el nuevo ser humano es fundamental. La familia es insustituible para la serenidad personal y para la educación de los hijos. El amor mutuo de los padres tiene consecuencias muy positivas en los hijos, pues es en esa experiencia donde el hijo descubre que su vocación y el sentido de su vida es también el amor. Los padres tienen el deber y generalmente también el deseo de dar lo mejor de sí mismos a los hijos. “La familia es la primera escuela de las virtudes sociales, que todas las sociedades necesitan” (Concilio Vaticano II. Declaración “Gravisimum educationis” nº 3). Es indiscutible que el niño crece mejor en una familia unida por el vínculo estable del matrimonio. La familia es el lugar privilegiado por excelencia donde se recibe el don de la vida como tal y se reconoce la dignidad del niño con expresiones de particular cariño y ternura. El hogar familiar es de por sí el mejor ámbito para la acogida de los hijos: aquél que más fácilmente les da una seguridad afectiva, y el que les garantiza mayor unidad y continuidad en el proceso de integración social y de educación. Es también una escuela de humanización y de virtudes, un auténtico útero espiritual, en la que aprendemos lo que es propio de nosotros, como son la comunicación, el lenguaje, el diálogo, los fundamentos de la cultura, los valores y virtudes básicas, lo que nos hace distintos de los demás, pero sobre todo lo que es el amor, pues allí es donde primero lo recibimos y damos. La importancia de la presencia y proximidad de los padres durante la edad preescolar ha sido ampliamente demostrada, así como su difícil sustitución. El amor recibido en la infancia es un requisito fundamental para futuros comportamientos altruísticos y solidarios. El amor se aprende experimentándolo y viviéndolo, primero gracias a los padres, ejemplo y guía para cada uno de nosotros, y luego por los encuentros positivos que la vida nos da. Es, en consecuencia, el hogar el lugar más adecuado para aprender el verdadero sentido de la sexualidad y la natural orientación del amor humano hacia la familia y la vida.
P. Pedro Trevijano, sacerdote