Ya ha llegado hasta nuestra Diócesis de San Sebastián la Cruz de los Jóvenes, también conocida como la Cruz peregrina de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Fue el inolvidable Juan Pablo II quien la confió a los jóvenes católicos del mundo entero hace más de veintiséis años. Se trata de una cruz de madera austera y sencilla, de cerca de cuatro metros de altura, que desde entonces ha peregrinado por todos los rincones del planeta, y que ha sido testigo de los avatares de nuestra historia contemporánea: consiguió entrar en los países de la Europa comunista, para terminar pasando por la Puerta de Brandeburgo, una vez caído el muro de Berlín; visitó la Zona Cero de Manhattan tras el atentado de las Torres Gemelas, sin dejar por ello de hacerse presente en los países más pobres (Burundi, Rwanda, etc); presidió en el año 2000 el memorable Vía Crucis de Juan Pablo II en el Coliseo romano…
Llega hasta nosotros una cruz humilde, que sin embargo ha sido besada y adorada por millones de personas… ¡He aquí el “signo” que la Iglesia continúa presentando ante las nuevas generaciones! Ciertamente, sigue teniendo plena actualidad aquella pregunta que aprendíamos en el Catecismo de nuestra infancia: “¿Cuál es la señal del cristiano? –La señal del cristiano es la Santa Cruz”.
No cabe duda de que Juan Pablo II era un hombre de Dios, con un carisma muy especial que le permitió sintonizar con el corazón de los jóvenes. Él sabía que la cultura posmoderna sufre un notable déficit en cuanto a la razón discursiva se refiere; pero, sin embargo, era conocedor de la gran sensibilidad de los jóvenes hacia el lenguaje simbólico. Juan Pablo II fue un convencido de la importancia de “simbolizar nuestra existencia”, así como de la necesidad de presentar el mensaje de la fe con un lenguaje accesible y significativo para las nuevas generaciones. Por esto no dudó en recurrir al signo de la Cruz…
¿Pensamos acaso que este “lenguaje” le resulta extraño o insignificante al hombre o a la mujer de nuestros días? Me permito indicar cuatro “pistas” que nos dan a entender lo contrario:
1.- Nada hay que pueda “hermanar” tanto al hombre con Dios, como el hecho de compartir el mismo sufrimiento. Recuerdo aquella frase inolvidable de Juan Pablo II en uno de sus libros-entrevista: "Si no hubiera existido esa agonía en la cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar". El ser humano parte de la experiencia de que la solidaridad en el dolor es la prueba inequívoca del amor; y por ello, conecta existencialmente con el lenguaje de la Cruz. No podemos dudar del amor de Dios hacia cada uno de nosotros, desde el momento en que nos adentramos en el misterio que encierra la Cruz de Cristo: “Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13); “Esta es mi sangre que se derrama por el perdón de los pecados” (Mt 26, 28).
2.- En la Cruz, Jesús se identifica con los que sufren. Por lo tanto, se trata de un signo que nos invita a servir a los crucificados de este mundo, descubriendo así el mismo sentido de nuestra existencia. Frente a la tentación del egoísmo y del narcisismo en el que estamos inmersos, la Cruz nos llama a liberarnos de la preocupación obsesiva por nuestro propio “yo”, saliendo al encuentro de los que sufren. El signo de la Cruz es una llamada a la vivencia del mandamiento del amor al prójimo.
3.- En la Cruz, Cristo perdonó a sus enemigos; y de esta forma pasó a ser el signo de la compasión y de la misericordia… Pocas experiencias pueden ser más autodestructivas para nosotros que nuestro propio odio. Lo peor que nos puede ocurrir, no es tanto el que seamos víctimas del mal, cuanto que ese mal padecido pueda llegar a hacernos “malos”. Por ello, ante la Cruz estamos invitados a perdonar y a reconciliarnos con nuestros enemigos. Solamente así podrá edificarse la paz tan anhelada…
4.- La Cruz de Cristo fue la antesala de su Resurrección; y, por lo tanto, se convierte también en el signo de la esperanza. En nuestra vida no hay “gloria” sin “cruz”, pero al mismo tiempo, tenemos también la plena confianza en que no hay “cruz” sin “gloria”. Por ello, San Pablo puede llegar a decir: “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8, 28). En consecuencia, estamos llamados a afrontar las cruces de la vida con la determinación propia que se deriva de la esperanza en la resurrección. Así lo dice una saetilla carmelitana: "Lleva la cruz abrazada y apenas la sentirás; porque la cruz arrastrada es la cruz que pesa más".
He aquí el mensaje de la Iglesia, tan actual y existencial como el propio deseo de felicidad que anida en nosotros. Se trata de un signo que no se impone, sino que se propone; de forma que podamos pronunciar nuestro “sí” personal a la Cruz de Cristo: Te invitamos a acoger el amor de Cristo y a descubrir la alegría de ser amado. Te invitamos a llevar ante la Cruz tus sufrimientos, y a que recibas la paz. Te invitamos a desenmascarar tus pecados, y a recibir así una nueva libertad. Te invitamos a que dejes al pie de la Cruz tus rencores y a que te entregues a servir a los que sufren. Te invitamos a que le confíes al Crucificado tus fracasos, para recibir de Él la esperanza. Te invitamos a presentar ante Cristo muerto y resucitado los seres queridos que has perdido. En definitiva, ¡te invitamos a experimentar la fuerza de la Cruz!
Al mismo tiempo que llega la Cruz de los jóvenes a nuestra Diócesis de San Sebastián, presentamos en este domingo el Plan Pastoral para este curso 2010-2011. Pedimos al Señor que bendiga el esfuerzo de cuantos colaboran activamente con la labor pastoral de la Iglesia: seglares, religiosos y sacerdotes. ¡Que la Cruz de Cristo haga fecundos nuestros proyectos pastorales y derrame muchas gracias sobre nuestra Diócesis!
+ José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián