No hace mucho publiqué en InfoCatólica un artículo titulado “Creo en la Iglesia, pero no en Jesucristo”, en el que argumentaba sobre el perfecto disparate que es esa afirmación. Y es que no se puede separar a Cristo de la Iglesia, si Ésta es el Cuerpo de Cristo. Y si nosotros somos miembros del Cuerpo de Cristo (1 Cor 6,15; 12,12-26; Ef 5,30), nuestra conducta, y por tanto nuestra conciencia, que es su criterio inspirador, han de ser fundamentalmente eclesiales.
Ahora bien, la voluntad de Cristo nos llega a través de la Iglesia. Gracias a ella recibimos la Escritura, la Tradición, el Magisterio, en pocas palabras, qué hemos de hacer para vivir según el espíritu de Cristo (Rom 8,9). Todos nosotros somos miembros del Pueblo de Dios, habiendo sido llamados a la santidad. En cuanto al término Iglesia significa asamblea llamada y convocada por Dios, y por tanto esta asamblea debe responderle como asamblea y en asamblea.
Por ello si nuestro obrar ha de ser eclesial, no puede ser sencillamente individualista, porque para actuar como bautizados y cristianos, no es posible vivir ni anunciar el mensaje de Cristo desde el individualismo y el aislamiento. La misión de la Iglesia, como la de Jesús, pasa por el servicio a los hombres, especialmente los más necesitados, “los pobres son evangelizados” (Mt 11,5). Nadie podrá alcanzar su salvación si no se preocupa por la salvación de todos.
Según la Escritura y la Tradición, el esfuerzo moral no es el actuar de un individuo, que por la sola fuerza de su voluntad busca su liberación, sino que es fruto del Espíritu que aprehende a un sujeto, siempre como miembro de la comunidad eclesial, para conducirlo a reconocer plenamente su filiación adoptiva. El obrar moral, en cuanto don del Espíritu, eclesializa al mundo. El católico tiene la obligación de obedecer a la Iglesia, no bastándole como muchos creen entenderse directamente con Dios, pues la comunidad eclesial es un medio por el que Dios muestra su voluntad con determinadas exigencias. Una de las plagas que actualmente invaden a la Iglesia Católica es que muchos creen que no sólo no es la Iglesia de Jesucristo, sino que todo vale y que siguen siendo católicos, aunque sus ideas discrepen totalmente de las enseñanzas de la Iglesia.
No podemos hacernos una religión a la carta, en la que tomamos aquello que nos convence y conviene. Aunque mi conciencia sea mi último criterio de actuación, es indudable que debo buscar antes qué es lo que Dios espera de mí, pues no se trata de hacer mi voluntad, sino la de Dios, aunque eso sí con el convencimiento que lo que Dios quiere que haga, es lo mejor para mí y los demás. El criterio guía de nuestras acciones es ver si sirven a la edificación del Cuerpo de Cristo.
Una conciencia cristiana es por tanto esencialmente eclesial, ya que no puede concebirse una conciencia auténticamente cristiana al margen o en contra de la Iglesia. Porque creemos a Cristo, creemos a la Iglesia y en la Iglesia, de la que Él es testigo fiel (Apoc 1,5).
No negamos con ello que muchas veces las estructuras de la Iglesia pueden ser obstáculo e incluso un grave obstáculo para el conocimiento de Cristo, pero estas estructuras de la Iglesia, que desde luego son reformables y deben reformarse en lo no esencial ("Ecclesia semper reformanda"), son también vehículo necesario para que el mensaje de Cristo llegue a la Humanidad. Por ello un carisma o una inspiración de Dios tienen como sello de autenticidad su incorporación a la vida total de la Iglesia (1 Jn 2,18-23). El examen de conciencia y la autocrítica están bien como criterios de autenticidad y los recomienda el mismo S. Pablo (1 Cor 11,28), pero la eclesialización de la conciencia es la mejor garantía para no caer en la arbitrariedad y permitir a Cristo hablar realmente en el fondo de nuestros corazones.
A la Iglesia le debemos la Palabra de Dios y la fe, así como la gracia que nos concede en sus sacramentos durante nuestra vida. Ella nos ha enseñado a Jesús, nos ha hecho hijos del Padre y nos invita a invocarlo todos los días. Nunca insistiremos bastante en la importancia de la oración en la vida cristiana, Además nos fortalece con los dones del Espíritu Santo, introduciéndonos en la comunión de los creyentes e indicándonos los caminos que nos acercan o alejan de Dios.
Entra en las funciones de la Iglesia, en cuanto anunciadora del Evangelio, el poder tomar postura sobre todas las cuestiones donde la moralidad de los actos humanos está en juego, defendiendo siempre la dignidad de la persona y los valores humanos. "La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4,14)"(Encíclica de Juan Pablo II “Veritatis Splendor” nº 64). Hay que saber distinguir, eso sí, los valores morales de su realización técnica y de la consecuente autonomía de las cosas temporales. La acción cristiana es obra de la conciencia personal, pero orientada por el Magisterio. El sentido de la Iglesia, considerado en sus múltiples componentes, es fundamental en la práctica del discernimiento ético.
Pedro Trevijano, sacerdote