Recuerdo que en mis tiempos de estudiante, alguien me comentó que a Ramón y Cajal se le ocurrió escribir un libro sobre Filosofía. Un conocido filósofo español, creo que Ortega, tras intentar disuadirle, cuando vio lo escrito por nuestro Premio Nobel comentó: “No hay derecho que porque un hombre haya descubierto unas neuronas, se crea con derecho a filosofar como un salvaje”. Esta anécdota me recuerda lo que está sucediendo ahora con Stephen Hawkings, de quien no dudo que sea un magnífico matemático, pero intentar convencernos que el mundo viene de la nada, supera con mucho mis tragaderas, por muy ingenuas que sean.
Este incidente me recuerda una realidad de todos los días, pero que tiene su miga: mientras nosotros los creyentes estamos todos los días, ante los interrogantes de los no creyentes, dando razón de nuestra fe, es decir que creemos en un Dios Creador, que nos ama y por ello se ha hecho hombre para salvarnos, que nos dice que la vida tiene sentido y que ese sentido no es otro que el amor, que podemos ser eternamente felices, y para ello nos ha preparado una mansión eterna en el cielo, y que además se ha quedado junto a nosotros en el sacramento de la Eucaristía, es curioso que la pregunta al revés, es decir qué sentido tiene la vida para un no creyente, es una pregunta que rara vez planteamos y que sin embargo es dinamita pura. Recuerdo que me comentó un amigo en Buenos Aires, que en un master, con gente mayoritariamente entre cuarenta y cincuenta años, surgió la cuestión. Me dijo: “salvo un protestante, y yo, católico convencido, los demás, gente mayoritariamente ya de media edad, se encontraron con que tenían que responder que no tenían ni idea de por qué y para qué estaban en el mundo”. Y es que si empiezas a usar un poco de lógica, las cosas son así, aunque sea lamentable:
Si Dios no existe, es evidente que todo termina con la muerte, pero resulta que uno de los grandes argumentos en contra de la existencia de Dios, la existencia de injusticias y de mal en el mundo, entonces sí que se hace un problema realmente insoluble. Para empezar, mi máxima aspiración, y la de cualquiera, de ser feliz siempre es inalcanzable y seríamos víctimas de una gigantesca estafa. Los malvados gozarían de impunidad y de grandes ventajas, pues como todo termina con la muerte, podrían hacer uso de métodos que nos repugnan a las personas con principios morales. La frase de Jesús “sin mí no podéis hacer nada”(Jn 15,5), ha mostrado su trágica realidad negativa en los horribles crímenes de los regímenes totalitarios ateos del siglo pasado. San Pablo en su primera epístola a Corintios capítulo 15, tiene algunas frases muy contundentes a este respecto: “si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres” (v. 19) y “si por sólo motivos humanos luché contra las fieras en Éfeso, ¿qué me aprovechó, si los muertos no resucitan?; comamos y bebamos, que mañana moriremos”(v. 32).
Y es que, en pocas palabras, la diferencia principal entre creyentes y no creyentes está en la esperanza. Como decía Paul Ricoeur “lo específico del cristiano es la esperanza”. Otra de sus grandes frases era: “las instituciones eclesiales son grave obstáculo y vehículo necesario para predicar el evangelio”, como por otra parte nos sucede también a los creyentes, ya que si por un lado somos evangelizadores, por otro, nuestros pecados obstaculizan nuestra evangelización. Jesucristo proclama un mensaje de alegría, aunque nos hable también de un juicio. Se hará justicia a los oprimidos y a los injustamente tratados y por ello, según Ratzinger en “La sal de la Tierra”, sólo podrían sentirse amenazados los opresores o los que practiquen la injusticia. Ello nos da la seguridad que, al final, siempre vence el Bien, y que nosotros hemos de vivir con la inquietud de intentar ser mejores, pero también sin angustias, como portadores de esperanza que somos.
Pedro Trevijano, sacerdote