El sentido del pontificado de Benedicto XVI se puede encontrar en la institución, el día de la fiesta de San Pedro y San Pablo, del nuevo Consejo Pontificio para la nueva evangelización del Occidente secularizado, para el nuevo anuncio de la fe en un mundo donde “el Dios de Jesús parece haberse eclipsado”. El hecho de que el nuevo Consejo haya sido confiado a un arzobispo como Rino Fisichella, especialista en la antigua “apologética”, que hoy se prefiere llamar “teología fundamental”, resulta muy significativo.
Para entenderlo bien, tenemos que plantearnos algunas preguntas. Empezando por la más importante: ¿Se encuentra realmente la Iglesia Católica en graves dificultades? En realidad, la teología y la experiencia histórica muestran que la Iglesia siempre ha sido y siempre será, a la vez, triumphans et dolens.
Al igual que su Fundador y usando las palabras de Pascal, la Iglesia siempre estará viva llena de vida y fecundidad pero también estará siempre en agonía. ¿Clero indigno, entre abusos sexuales y negocios turbios? No debería sorprendernos, pues es, en su rostro humano, tanto casta como meretrix, tanto madre de los santos como refugio y patria de los pecadores. ¿Perseguida? Si no lo fuera, desmentiría la advertencia de Cristo a sus discípulos, diciéndoles que no esperasen ser tratados de modo diferente que su Maestro. ¿En decadencia numérica en cuanto a fieles practicantes y a vocaciones? En el fondo, es necesario, porque su destino, como predice el Evangelio, es ser “pequeño rebaño”, “levadura”, “sal” y “grano de mostaza”.
No es más que el catecismo. Se equivocan, pues, los que realizan análisis aventurados e improbables, imaginando un Benedicto XVI “angustiado” por este tipo de problemas.
Precisamente por su visión de fe, el Papa Ratzinger está muy dolido y no deja de decirlo públicamente, pero, al mismo tiempo, está muy lejos de la “angustia”. Cuando me describía la situación inquietante de la Catholica en la tormenta postconciliar, me permití preguntarle si, a pesar de todo, podía dormir bien por las noches. Me miró sorprendido: “¿Por qué no iba a poder dormir? Todos debemos cumplir nuestro deber hasta el final, pero seremos juzgados por Jesús con respecto a nuestra buena voluntad, no con respecto a nuestros resultados. La Iglesia no es nuestra. Sólo somos la tripulación de una barca que es Suya, es Él quien tiene el timón y establece la ruta. Sabemos que habrá tormentas, algunas terribles, y que no faltarán los sufrimientos de todo tipo, pero también sabemos que no nos hundiremos y que, tarde o temprano, llegaremos al puerto”.
Si hay “angustia” en el Papa, ciertamente no es por las pruebas a menudo providenciales y, además, ya anunciadas hace veinte siglos. Hay más bien un atisbo de angustia por la constatación -que en él siempre ha sido lúcida y constante- de que el problema se encuentra hoy en la propia fe. Nada puede turbar al Pastor, si en el clero y en el laicado predomina la confianza en la existencia de Dios, en la verdad del Evangelio y en la Iglesia como Cuerpo de Cristo.
En cambio, nada puede quedar en pié si nos convencemos de que el caos, la materia y la evolución ciega están en el lugar de Dios, si creemos que la Escritura es sólo una antología caótica de lejana literatura semítica o si pensamos que la Iglesia es una multinacional dedicada a los negocios o, siendo benévolos, la mayor de las ONGs, como una Cruz Roja con el hobby de la religión. Sólo en los últimos meses, Benedicto XVI ha repetido dos veces -y cada vez, sí, con un atisbo de angustia-: “La fe corre hoy el riesgo de extinguirse, como una llama que ya no encuentra alimento”. En Fátima, recordó la equivocación de tantos activismos clericales, que se afanan en las consecuencias morales, políticas y sociales de la fe, pero sin preguntarse por la verdad y la credibilidad de esa fe. Y esa verdad y esa fe no se dan por supuestas hoy en día. Hasta tal punto que, una vez, sentados a la mesa, se le escapó una confidencia: “Hoy, en Occidente, quien me asombra no es el incrédulo sino el creyente”.
En esta inquietud, cierta intelligentsia o nomenklatura eclesiales no le confortan, sino que a menudo parecen oponérsele. Como ha repetido estos días, es consciente de que los mayores peligros para la Iglesia vienen de su interior. Y no sólo por los pecados del dinero, del arribismo y de la carne. Él sabe mejor que nadie (un cuarto de siglo en la Congregación para la Fe no pasa en vano) que buena parte de la teología, tal vez enseñada en universidades “católicas”, si no “pontificias”, es poco fiable, introduce dudas y socava las certezas. Él sabe que hay muchos ejemplos de exégesis bíblica que diseccionan la Escritura como si fuera cualquier otro texto antiguo, aceptando acríticamente un método llamado “histórico-crítico”, creado en el siglo XX por ateos o protestantes secularizados y que más que crítico es ideológico. El mismo cimiento sobre el que todo descansa, la Resurrección de Jesús en espíritu pero también en el cuerpo, se pone en duda, cuando no es rechazada, por sacerdotes y religiosos en las cátedras. Sabe que, en la práctica, muchas pastorales niegan los fundamentos de la ética católica. Sabe también que, en los seminarios, los escasos jóvenes supervivientes dependen más de sociólogos y psicólogos que del director espiritual. Y si son incrédulos, tanto mejor; ¿Acaso no es eso un signo de “apertura ilustrada”.
Por lo tanto, si la “llama” se apaga es también porque muchos, que deberían alimentarla, no lo hacen, sino que más bien trabajan para extinguirla. Es hora, pues, de echar leña al fuego, volviendo a descubrir aquel trabajo de búsqueda de la credibilidad de la fe, aquella armonía entre el creer y el razonar que siempre ha existido en la Iglesia, y que, después del Concilio, se ha abandonado. Ya es hora, finalmente, de que vuelva la apologética, para que pueda alimentarse de nuevo la llama, pues, si ésta se apaga, nada tiene sentido y San Pedro, con el Vaticano entero, podrían regalarse a la Unesco como mero “patrimonio artístico de la humanidad”. No es casual que Monseñor Fisichella, especialista en apologética -o la teología fundamental, si se prefiere- haya sido considerado por Benedicto XVI como el “fogonero” adecuado. Un trabajo arduo espera al arzobispo, o cardenal si lo hace bien. Aquí la Iglesia se lo juega todo y no bastarán los habituales congresos, debates o “cátedras de no creyentes”, ni los acostumbrados “documentos” para uso interno. Se necesitarán nuevos apologetas, respetuosos con todos y, al mismo tiempo, valientes para mostrar las razones que hacen que el creyente no sea un crédulo, porque el Evangelio es “verdadero”.
Vittorio Messori, periodista
Publicado en su © Web Et-Et y en © Il Corrierre della Sera, 7 de julio 2010
© Traducido para InfoCatólica por Bruno Moreno