¿Cómo se vive en Sodoma? Reflexiones para católicos que consideran vigente la Ley Natural
“Combate por la verdad hasta la muerte
y el Señor combatirá por ti” (Eclesiástico 4, 28)
“Cuando quiero saber las últimas noticias,
leo el Apocalipsis” (León Bloy)
Hoy la Patria, ante esta situación, necesita de la asistencia
especial del Espíritu Santo que ponga la luz de la Verdad en
medio de las tinieblas del error; necesita de este Abogado
que nos defienda del encantamiento de tantos sofismas
con que se busca justificar este proyecto de ley,
y que confunden y engañan incluso a personas de buena
voluntad. Dios mismo dijo a su pueblo en un momento de
mucha angustia: “esta guerra no es vuestra sino de Dios”
(Carta del Card. Bergoglio a las hnas. Carmelitas)
Pongamos orden. Deber de gratitud.
Me respondiste cada vez que te invoqué y aumentaste la fuerza de mi alma. (Salmo 137,3).
A minutos apenas de conocer el fallo favorable del Senado a una ley que permite la unión homosexual bajo el nombre de “matrimonio” con sinnúmeros consecuencias, la pregunta que titula estas líneas me hervía en el corazón y en la mente, y no parece ocioso intentar esbozar una respuesta en estas líneas.
Ante todo, digamos, que ante este estado de cosas, surge a veces una tentación muy grande, y es la del silencio, o la del grito. Una y otra, evaden la palabra, para expresar –aún en la ausencia de toda pronunciación– la impotencia y la furia; la náusea y el delirio.
Pero es necesario hablar; hablar muy claro, porque a medida que se cierne la noche en una Casa (que esto es la Patria), invadiéndolo todo con sus sombras, más necesario se hace para quienes están despiertos, proceder a encender las luces por doquier, para no tropezar. No sienten, sin embargo, esta necesidad los que aún duermen.
Necesario es hablar y alumbrar con la Palabra. Y el único modo en que ésta “alumbra”, es definiendo. Porque es en la luz donde refulgen solamente los colores –la fiesta de la vida–, y sin luz que distinga, cada rincón, cada roce o gesto adivinado, amenaza un desvío en la ruta certera. La Verdad , como luz, orienta nuestros pasos, y por ella es posible conocer el naranjo, y distinguirlo del nogal y la vid, o del olivo…
Pero aquel Miserable que en su odio inveterado a la Verdad se hizo padre de la Mentira, ve con horror que es próximo ya el Mediodía Definitivo, y en su desesperación –gestor de todos los vacíos–, se aplica diligente a inundarnos de sombras.
Sabemos que las leyes, las naciones, los imperios pasarán, pero “ni una iota pasará de la Ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mt. 5, 18), y ello nos da esperanza, claro, pero es difícil silenciar la pregunta que surge entre las lágrimas cuando vemos segada la inocencia, ahogada entre falacias y sofismas que, como fuegos fatuos, ni alumbran ni calientan, porque tan sólo son estertores de muerte y podredumbre. La pregunta que surge, inevitable, por más que –más que nunca– corramos como niños a buscar el regazo del Manto de María, es ésa, pues: “¿Cómo, Señor, cómo se vive en Sodoma?”
Y bien. Llegó la hora. Con la estéril helada acompañando el clima en esta jornada aciaga. Hace mucho sabíamos que vendría, pero eso no atempera el dolor ni el desgarro. A buscar los pertrechos, y a vestir de fajina.
Aclaro aquí que escribo para católicos despiertos, como pienso en voz alta al abrigo del hombro de un amigo. Los dormidos, que busquen, como vírgenes necias, sus lámparas de prisa, porque todo el aceite no será suficiente. Y el enemigo, ya sabemos que entiende, también, a su manera, y por más que disimulen los tibios sus banderas, serán tarde o temprano descubiertos, y hostigados como perros (“¡adonde vayan los iremos a buscar!...”). Más vale entonces que apretemos los dientes, y pongamos el pecho; y la mano en el arado, sin mirar hacia atrás, porque “no es digno del Reino” (cf. Lc. 9, 62), y he ahí lo esencial.
Es preciso por tanto enjugar cuanto antes ese llanto, y empezar a ser prácticos, ordenando este caos. Superar la vergüenza de mirar nuestra Enseña –¡manto de la Purísima!– arañada por garras de lascivia, y erguirnos con un grito sincero de “¡GRACIAS, Señor!, porque nos has honrado con la Cruz de estos tiempos, Tú que conoces nuestras fuerzas, y siendo así, es claro que podremos cargarla. Gracias una y mil veces, porque nos das las lágrimas para estar de este lado, de los que el Malo cree vencidos a Tu sombra”.
Agradecer, primero, y pedir en seguida Fortaleza y Fidelidad hasta el último suspiro. Uno de los leguleyos (¡es mejor que sus nombres se pierdan en el viento, como la nada que los alimenta!) señalaba, profético, la infeliz coincidencia de la fecha de la Revolución Francesa para promulgar el engendro que nos ocupa. Así también, en efecto, como podemos comprobar un antes y un después de aquel endiosamiento de la barbarie que sumergió en el lodo a la nación de Santa Juana, también en nuestra patria –católica y mariana– asistimos al comienzo formal de una guerra que culturalmente comenzara a delinearse hace ya varias décadas, y que –aunque nos pese– estaba en germen en muchas voces sibilinas que nos dieron origen ya por 1810.
Una guerra, sí, insistiendo en el término, considerando incluso peligroso el desdibujarlo siquiera, porque como señala San Ignacio, es preciso el “conocimiento de los engaños del mal caudillo y ayuda para guardarse de ellos, y conocimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán” (EE.EE. 136 a 142), sin dejar nunca de recordarnos el “estado de trinchera” de esta vida sin morada permanente. Mal podríamos defendernos o mantener una actitud digna en un combate, si pretendemos disfrazarlo de un paseo bajo la luna. Asimismo, el lúcido reconocimiento de la situación que atravesamos, posibilitará la búsqueda de acciones eficaces, teniendo en cuenta que “si uno comienza a temer y a desanimarse en la lucha contra las tentaciones, no hay animal en la tierra tan fiero como el enemigo de la humana naturaleza, que busque hacer daño con tanta mala fe” (S. Ignacio, EE.EE., Reglas para discernir espíritus 1, 12).
Aquí también, entonces, cabe una Acción de Gracias, porque si hasta hace poco muchos creían que algunos veíamos “fantasmas”, hoy comienzan a aceptar la evidencia de la Iglesia atacada, odiada, vituperada y escarnecida, con la complicidad manifiesta de muchos de sus hijos. Hace no muchos días, S.S.Benedicto XVI señalaba que “la mayor amenaza para la Iglesia no viene de fuera, de enemigos externos, sino de su interior, de los pecados que existen en ella. Hoy lo vemos de un modo realmente terrorífico.” (12-5-10). Sufrimos en carne propia la traición de los múltiples Judas, pero celebramos al menos la identificación de sus rostros, para no secundarlos. Hoy podemos sugerir a más de uno la relectura de la encíclica Pascendi Dominici Gregis con bríos renovados, constatando su pasmosa vigencia.
Debemos tomar como providencial la difusión de unas palabras lúcidas de nuestro Cardenal a las hermanas Carmelitas, al señalar que “no se trata de una simple lucha política; es la pretensión destructiva al plan de Dios (…); una ‘movida’ del padre de la mentira que pretende confundir y engañar a los hijos de Dios...” (aunque en la carta de adhesión a la Marcha insistiera sobre todo en sus tópicos de mansedumbre y respeto a la diversidad, dejando claro al principio que su apoyo es a esta “manifestación de responsabilidad del laicado” –pues se sugirió expresamente que no asistan los sacerdotes–, como si fuera exclusiva de éste, y presbíteros y religiosos pudieran prescindir de la Familia y del orden natural).
Tal vez, pese al silencio precedente que a muchos sirviera de canción de cuna, a alguno aquellas expresiones le hayan venido bien como despertador. Pero es preciso que para que cobren verdadera fuerza sean leídas en el entronque con la Sagrada Escritura (“milicia es la vida del hombre sobre la tierra”, Job 7,1), o el apostrofar de Sta. Teresa “la grande”: “Vosotros que militáis debajo de esta bandera, ya no durmáis, no durmáis, pues que no hay paz en la tierra…”, y por supuesto, con numerosas encíclicas de Magisterio de la Iglesia y textos de sana espiritualidad católica. ¿Quién sabe si las furias desatadas contra la Esposa en esta pugna, no favorecerán el que algún nuevo Longinos, reconozca en Ella el Rostro Divino de Cristo escarnecido…?
Sin duda otra razón para dar gracias viene ya siendo el ver nuevas caras, en ademán bien predispuesto, cargados de esperanza, sumándose al Rebaño. La paradoja es gracia.
Las excusas del mundo
“¿No sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios?
Quien pretende ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios” (Stgo. 4, 4).
Se nos dice, ya oímos, que somos fariseos. Se endilgan los pecados de pastores infieles, y los más despistados, sacan a relucir las dos palabritas mágicas: “caridad y tolerancia”. Por supuesto que es exigible la Caridad (con mayúsculas) y la Misericordia con cualquier pecador, sea o no homosexual. Y por Caridad precisamente, en virtud de la Misericordia –que es en esencia poner el corazón con la miseria del prójimo como Dios tomó nuestra miseria–, por estas dos virtudes justamente, la Iglesia , como Madre, debe seguir mostrando “a tiempo y a destiempo” la Verdad , porque es obra de misericordia perentoria liberar al cautivo, y sólo la Verdad nos hace libres (cf. Jn.8, 32)
Antes de proseguir, me interesa abordar de paso, los que considero los tres argumentos banales con que se ha “seducido” (en la acepción de inducir y persuadir a alguien a fin de modificar su opinión o hacerle adoptar un determinado comportamiento según la voluntad del seductor, es decir recurriendo al engaño, privando en cierto modo de la libertad) la resignación o conformismo de muchos cristianos para la causa de la coyunda homosexual legalizada (legitimada no puede serlo per se).
1) “Y bien, al fin y al cabo, cada uno es libre”. Respondo con la cita que traemos dos párrafos arriba. Si equiparamos la Verdad a la Luz , esgrimir la libertad para el error y el pecado (malentendido tan caro al liberalismo, y tan opuesto a la recta doctrina) es tan inconcebible como pretender dar el nombre de danza a un grotesco tanteo y tropezar de un espástico en la oscuridad.
2) Se ha utilizado también hasta el hastío el “argumento del dolor”. Suponiendo en la voz de algún legislador, que las leyes deben “dar felicidad” (y no sencillamente poner orden a la sociedad, regulando la vida pública), en un solapado mesianismo pagano cuyo dios, por supuesto, es la democracia. Este argumento se refiere a la angustia padecida por los homosexuales por no poder acceder a los “beneficios” de la ley en cuestión. Porque se ha utilizado el dolor del pecado para pretextar su complacencia con él, como si ésta lo extirpara. Y no se ha dicho que el dolor de aquellas minorías es el dolor que a la larga siempre produce todo grave pecado consentido y hecho hábito, porque el pecado nunca conduce a la felicidad.
Cabe destacar que estamos hechos para la Felicidad , pero no necesariamente, ésta se debe identificar con el goce sensible, y menos con su desenfreno caprichoso. Duele aprender a caminar, subir, perfeccionarse, trabajar, y duele a veces el remedio cuando el mal está ya muy avanzado en la carne, y se hace alma, idea y argumento, por más sofístico que fuera, y se precisa mucha fortaleza para poder vencerlo.
Los cristianos sabemos que el dolor tiene eficacia redentora cuando se une al de Nuestro Señor, pero no cuando se lo enfrenta con Él, despreciando su Ley y erigiendo el “gusto” personal como tal.
3) El más lamentable, tal vez, es el argumento del “amor”. “Si se aman, ¿qué hay de malo?”. No es este el espacio para recoger la copiosísima y brillante doctrina católica sobre el Amor, partiendo de la Palabra de Dios y recorriendo dos mil años de Tradición e historia, en los santos y héroes. Digamos muy brevemente, que el Amor es entrega, renuncia, sacrificio; lo que sabe muy bien cualquier madre analfabeta, y su caricatura, la atracción sentimental hacia quien al fin, nos devuelve la imagen del espejo, no puede equipararse a la armónica complementariedad de los sexos, aún cuando ésta se vea frustrada en innumerables experiencias individuales. Es lamentable que, una vez más, quienes no vivan como piensan, terminen pensando –y legislando– como viven, sosteniendo falacias como la del fracaso de muchos matrimonios heterosexuales.
El Amor, en fin, se ha hecho Hombre (y no hermafrodita) y sin duda una jugada maravillosa de su Enemigo ha sido bastardear este término hasta lo increíble, como agravio a Su Nombre.
Estrategia de la Serpiente. Los silencios culpables
Sabemos, en fin, que Amor y Dolor se abrazan en la Cruz , y que ella es nuestra victoria. Crucificada nuestra patria pues, no podemos nosotros tampoco bajar los brazos, como sería resignarnos al silencio, a la mordaza, que aquí es eufemísticamente llamada ley antidiscriminatoria y en países islámicos, de modo más grosero, prohíbe a la Iglesia toda predicación de la Palabra de Dios por atentar contra el estado o la religión de esas naciones.
Amordazada, pues, ya sea por las “garantías liberales”, por el Corán o por el materialismo rojo, es significativo que la persecución a la Iglesia siempre redunde en conminarla al silencio. Y porque es el Verbo, la Palabra de Dios en persona quien se ha hecho Carne, y ha venido “para dar testimonio de la Verdad ” (Jn.18,37) es que podemos afirmar, parafraseando hoy el título de un interesante librito, que “El silencio es contra el Verbo”. Y si hoy confesar a Cristo (Verdad absoluta) se corresponde con reafirmar al mundo las verdades más elementales, aún contra las mismas leyes, tal vez debamos recordar que “testigo” no significa otra cosa que mártir, y que tal vez una de las mayores causas de la apostasía generalizada que vivimos, sea la huída sistemática del martirio, como si, en vez de un honor, fuera la peste.
Seguir llamando, pues, las cosas por su nombre: sencilla y posible misión. Se comprende entonces que es culpable el silencio que omite la verdad necesaria y urgente, como la amonestación oportuna y correctora, debida por caridad, y peor aún si esto se hace en nombre de una caridad espuria y rebajada. El silencio “tolerante” que aborta el testimonio por respetos humanos y olvida que la Palabra es el arma más grande que Dios nos ha otorgado, y que envidia Luzbel, sugiriendo torcidos razonamientos para invalidar de un plumazo el genuino espíritu misionero, o acallando la réplica necesaria al error so capa de sumisión respetuosa al consenso, o disfrazándola, una vez de humildad, otra vez de obediencia.
Astucias semejantes usa la Sierpe antigua por su odio a la Carne. Odiando la Encarnación , se ensaña con todo lo que por ella, en el hombre, se ha sacralizado: el cuerpo, la palabra, la imagen, el espacio. Este tipo de furia lo vemos reflejado en cada episodio iconoclasta de la historia cristiana.
Se comprenderá entonces por qué es imposible callar en estos tiempos, o dejarnos acallar. Es sorprendente que los medios, por ejemplo, que no vacilan en dar prensa a veces durante días o meses para ventilar cuestiones privadas –aunque se trate de personajes públicos–, sepultan ahora bajo un manto de silencio el repudio que un país entero está expresando ante la ley inicua. Ya no parece interesarles “el sentir popular”, porque ya no necesitan seguir manipulándolo. Blasfemos y usureros se aliaron en la gesta de la ley sodomita, como lo viera Dante [1]…
Pero más nos preocupa el silencio de las voces católicas que debieran clamar y denunciar sin descanso, y no lo hacen: pastores, catequistas, directivos de asociaciones, editoriales, diarios y “hojitas” que muy lejos de proclamar la Palabra de Dios y las urgencias de este tiempo, las camuflan entre tonterías “pastelares” hasta que los destinatarios olvidan de qué se trata ser militante y peregrino (homo viator), y se conforman con una vida espiritual de vagabundos.
El silencio muchas veces es disfrazado de “estrategia”. Pretendiendo la evangélica astucia de las serpientes pero protegiendo en realidad su propio pellejo: “por ahora” esto no se dice; “por motivos ecuménicos”; “en nombre de la unidad”; “de este modo no”; “no hace falta ir de frente”, y cosas por el estilo, que apestan de complacencia con el mundo y sus máximas. Sirenas que han callado el canto de campanas y clarines, para el monje y el soldado, que un poco de uno y otro debemos ser todos, laicos o consagrados, para servir a Dios y a los hermanos en la misma Verdad. A las familias argentinas que fueron convocadas, movilizadas, animadas a “tomar su responsabilidad” de asistir el día 13, también se les debe ahora algún consuelo, alguna pauta de orientación por parte de la Jerarquía a quien desean ser fieles, acerca de “cómo vivir ahora con este cáncer”. Llama poderosamente la atención este silencio fúnebre ante tamaña catástrofe, roto tan sólo por algunas voces episcopales particulares, que no a todos les llegan. ¿O se trata de una nueva “estrategia”?...
En medio de la Marcha de la Familia del día precedente a la votación (fecha puesta también muy cuidadosamente para no perder el tono de “paz y alegría” evitando la confrontación directa con el Congreso), escuché sandeces semejantes del hermano de un obispo que estaba en la organización, y que al pedido de entonar todos unidos el “Cristo Jesús, en Ti la patria espera”, me respondió con un “rotundamente NO!, esto no es una misa , y ya en la organización se concertó no dar a esto un matiz religioso” (sic). A la larga, por supuesto, esta tibieza no sólo merece el vómito de Cristo sino también el del enemigo, como decíamos al comienzo, pues no hubo casi nadie que no advirtiera el evidente tono religioso de ese día, pero “moderadito” por la pusilanimidad reinante.
Se ha dicho que estos tiempos van vacíos de símbolos, y es una gran mentira. El afán “desmitificador” e igualitario, que aborrece los uniformes, escudos y blasones, que reniega del hábito religioso y deforma la liturgia para hacerla más “cercana” y “comprensible”, que pregona por doquier la mediocridad y el barro como bandera, es una payasada sin sustento. Mientras nosotros vamos retrocediendo con nuestros emblemas, escondiendo la cruz o colgándola de la oreja (sic), el "pluralismo" reinante cada vez más nos impone otros mil en su reemplazo (desde las calabazas diabólicas de halloween hasta los tatuajes, las marcas, los flequillos, las modas, etc.).
Porque el hombre, “animal simbólico” por antonomasia, y sobre todo en virtud de la Encarnación , aunque no lo sepa, no puede vivir sin símbolos, y cuando pretende “superarlos” tan sólo sustituye. Como sustituyó hace unos días las insignias distintivas de cada colegio y agrupación asistente a la plaza, disfrazando al pueblo de naranja. ¿No hubiera sido más razonable que nos vistiéramos de gauchos, en todo caso?...¿Y los estandartes marianos?... Excepto unos dos o tres, brillaron por su ausencia, para tristeza de muchos corazones. Fue una marcha muy aséptica, sin duda, que no molestó a nadie. Porque no era coherente.
Porque el católico, digámoslo de una vez, tiene en su “esencia” casi, el “molestar” al mundo, porque no es transigente. No puede serlo, si se quiere ser sal! Porque “si la sal pierde su sabor, tan sólo sirve para ser pisoteada por las gentes” (Mt.5, 13). ¡Tan claro, tan sencillo, y tan experimentado! No es casual que el Evangelio nos refiera inmediatamente después la parábola de la lámpara que no puede ser ocultada. Y es fuerza que la luz “moleste” a la oscuridad, porque inevitablemente, donde hay una, no puede estar la otra. El Imperio Romano podía tolerar la “convivencia pacífica” de mil credos falsos, pero no la de la única Fe Verdadera, porque necesariamente su propagación implicaba la muerte de los ídolos.
Alguien me dirá que pregono la prepotencia. No es así: pido, espero, busco y reclamo, con todo mi derecho de hija de la Iglesia, caridad con claridad.
El niño que se aleja de la falda de la Madre , mal acaba…
“Oh Escapulario bendito, clarín, escudo y coraza, tierno manto que me abrazas,
¡qué bueno es pelear contigo!”
No creo casual que esta contienda se haya producido dentro de la Novena a la fiesta de Ntra. Señora del Carmen, protectora especialísima de nuestra patria en tiempos de independencia, sin poder dejar de leer en este desenlace, la advertencia sobre una nueva esclavitud para nuestro pueblo.
Se trata pues, de que nuestra vida tenga una sola alma. Lo contrario de la esquizofrenia liberal (aquel pobre sujeto que es piadoso en el templo, usurero en los negocios, blasfemo en los chistes, lascivo en el trato conyugal, “tolerante” con las políticas impías, etc.). Esa concordancia entre fe y vida, en nuestra patria se ha vivido cuando ésta era católica, y ante la amenaza de una peste el Cabildo proponía una procesión con rogativas a Nuestra Señora, en vez de suspender misas para evitar el contagio de una epidemia fabricada. Creía más en las procesiones, y menos en las cacerolas o en la “asepsia”.
Hoy buscamos la manifestación del pueblo cristiano ante Poncio Pilatos, pero el que se lava las manos es sin querer, el propio pueblo. A ver si además de defender la Ley Natural , se dan cuenta de que somos los del “ala dura, el ala del Papa”, como dijo un senador aquella noche.
Pero en todo este asunto, en esta patria nuestra que lleva Su manto como bandera –mal que les pese– tenemos que señalar con vergüenza, que apenas se ha mencionado a María Santísima. En la carta de adhesión del Cardenal, en el saludo final a Carbajales (uno de los organizadores de la manifestación “a favor de la Familia, pero en contra de nadie”) se limita a un lacónico “ la Virgen santa te cuide”, casi calcado del saludo a las hermanas carmelitas en el pedido a ellas de oración. Las insta a mirar a la Sagrada Familia, pero no se advierte el fervor que hubiéramos querido…
María no es ornamento; no es algo “accidental” en nuestra patria. No estamos “cercanos a María”, no; ¡estamos a sus plantas! ¡No somos sino a su sombra, porque la Argentina no es, si no es mariana! Y no le basta a estos hijos “cantar y caminar”, sino servir a su Reina como heraldos fieles, hasta el último suspiro, militantes. Y para ser “buenos” ciudadanos, se exige que primero, sigamos “siendo”, a secas, es decir: que no nos adulteren el ser, la esencia. Por ser argentinos, somos marianos, fieles a la ley de Dios. Pero si quieren convencernos de ser una masa amorfa de individuos “amontonados” como vacas dormidas, no seremos capaces de nada bueno, porque primero es el ser, y éste lo han robado…
Esta batalla fue, es cierto, contra la Familia, pero no olvidemos que desde el “control remoto internacional”, la digitan mujeres. Las feministas lo son, hijas de Eva, y lo son precisamente en cuanto opuestas a María. Reniegan de la Vida, fustigan la inocencia, y se jactan, rebeldes, agraviando al Rosario con odio poco humano…Ese motor diabólico no puede ser frenado con miles de trapitos naranja (no busco ser despectiva sino descriptiva). No se dio difusión a razones teológicas entre el pueblo piadoso. No se habló de modelos de Mujer y de Hombre concretos, que tenemos, y no son meros íconos. Hablamos de los niños, y está bien…pero no basta. La Sagrada Familia , compuesta de un varón y una Mujer, en cuyo seno Dios se ha hecho Hombre. María modelo de Mujer, que recibe cada año miles de peregrinos en Luján, que le arrancó a su Hijo el primer milagro precisamente en la celebración de un matrimonio… (¿Quién sabe si este tipo de reflexiones hubieran sido en la tarde del 13, oportunidad para un mayor acercamiento con hermanos separados, en vez de los alaridos de un cantante de rock?).
De esto no se ha predicado “oficialmente”, como si se tratara de ideas remotas, en el éter, que nada tienen que decirnos sobre las “realidades concretas” que hoy vivimos, y que sólo ameritan ensayos académicos. No se han dado respuestas contundentes, como nación, desde la fe (como sí se dio, por ejemplo, ante las Invasiones Inglesas, o en la gesta de Malvinas), seguramente para no pecar de “fanáticos” o fideístas, y ahora debemos medir las consecuencias de aquella medianía. ¿Por qué no tuvimos a nuestro lado a todos nuestros pastores ese día, guiando y acompañando (salvo, por supuesto, algunas honrosas excepciones que Dios sabe cuánto consuelo proporcionaron!), ya que también se dicen ciudadanos?... Pero estamos como estamos, porque se han confundido los tantos, y la Iglesia apóstata del cura cordobés que cree que puede seguir celebrando misa como quien celebra su cumpleaños, es la misma que hace bastante entró en el juego de confusión del enemigo, aceptando que su primer misión era el asistencialismo social. Empiezan por abominar de la sotana o el clerigman, "para ser mejor recibidos" y terminan sin saber ni ellos mismos cuál es su lugar (la cocina, el altar, o la cancha de fútbol?)...
Más allá de todas las trapisondas de los políticos, pienso que tanta suciedad nos debe inclinar más que nunca hacia la Inmaculada, a la Mujer vestida de sol, Corredentora. Apresurar este dogma también es batallar. No olvidemos que por ser hijos suyos, no sólo estamos a sus plantas como niños, sino que somos “el calcañar” que acecha el Enemigo. Creo, pues, prácticamente estéril toda “estrategia” que se aparte de la falda y del manto de María, sin temor a exagerar, pues como nos legara S. Bernardo, “de Santa María nunca es bastante”.
Nuestras armas y actitudes
"Confiad, Yo he vencido al mundo" (Jn. 16, 33).
En una oportunidad, a Santa Catalina de Siena la acosaron los demonios con tentaciones terribles contra la pureza, que fueron para ella un verdadero tormento. Al preguntarle a Jesús adónde se había ido en esos momentos, El le respondió:"Yo estaba dentro de tu corazón presenciando tus combates" Sorprendida y avergonzada, ella le replica: “¿cómo podías estar allí ante la presencia de tentaciones tan horrendas?” Y Cristo le respondió: "¿Qué sentías ante esas imaginaciones, gusto o asco?” “El asco más repugnante que imaginarse pueda”. “Pues ese asco te lo daba yo"", le dijo Jesús, señalándole que ella le seguía agradando, al no dejar de resistir.
San Luis María Grignion de Montfort, quien nos insta a vivir la Cruz redentora por medio de María Santísima, y cuyas obras han sido reconocidas como expresión auténtica de la doctrina eclesial, da algunas señas (por supuesto, políticamente incorrectas) de los apóstoles e hijos de María en los últimos tiempos, que nos parecen oportunas para terminar estas reflexiones:
“Qué serán estos servidores, esclavos e hijos de María? Serán fuego encendido, ministros del Señor, que prenderán por todas partes el fuego del amor divino. Serán flechas agudas en la mano poderosa de María para atravesar a sus enemigos: como saetas en mano de un valiente. Serán hijos de Levi, bien purificados por el fuego de grandes tribulaciones y muy unidos a Dios. Llevarán en el corazón el fuego del amor, el incienso de la oración en el espíritu y en el cuerpo la mirra de la mortificación. Serán en todas partes el buen olor de Jesucristo para los pobres y sencillos; pero para los grandes, los ricos y mundanos orgullosos serán olor de muerte. Serán nubes tronantes y volantes, en el espacio, al menor soplo del Espíritu Santo. Sin apegarse a nada ni asustarse, ni inquietarse por nada, derramarán la lluvia de la palabra de Dios y de la vida eterna. Tronarán contra el pecado, lanzarán rayos contra el mundo del pecado, descargarán golpes contra el demonio y sus secuaces y con la espada de dos filos de la palabra de Dios traspasarán a todos aquellos a quienes sean enviados de parte del Altísimo.
“Serán los apóstoles auténticos de los últimos tiempos. A quienes el Señor de los ejércitos dará la palabra y la fuerza necesarias para realizar maravillas y ganar gloriosos despojos sobre sus enemigos. Dormirán sin oro ni plata y lo que más cuenta, sin preocupaciones en medio de los demás sacerdotes, eclesiásticos y clérigos. Tendrán sin embargo, las alas plateadas de la paloma, para volar con la pura intención de la gloria de Dios y de la salvación de los hombres adonde los llame el Espíritu Santo. Y no dejarán en pos de sí en los lugares en donde prediquen sino el oro de la caridad, que es el cumplimiento de toda ley. Por último, sabemos que serán verdaderos discípulos de Jesucristo. Caminando sobre las huellas de su pobreza, humildad, desprecio de lo mundano y caridad evangélica, enseñarán la senda estrecha de Dios en la pura verdad, conforme al Evangelio y no a los códigos mundanos, sin inquietarse por nada ni hacer acepción de personas, sin dar oídos ni escuchar ni temer a ningún mortal por poderoso que sea.
“Llevarán en la boca la espada de dos filos de la palabra de Dios, sobre sus hombros el estandarte ensangrentado de la cruz, en la mano derecha el crucifijo, el Rosario en la izquierda, los sagrados nombres de Jesús y María en el corazón y en toda su conducta la modestia y mortificación de Jesucristo. Tales serán los grandes hombres que vendrán y a quienes María formará por orden del Altísimo para extender su imperio sobre el de los impíos, idólatras y mahometanos. Pero, ¿cuándo y cómo sucederá esto?... ¡Sólo Dios lo sabe!” (Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, nn. 56 y ss.).
Pero es de advertir aquí el peligro de otra tentación agazapada, y es la de creer que por hallarnos en “los últimos tiempos” –que pueden durar tanto diez como quinientos años aún, lo cual frente a la eternidad sigue siendo un soplo– esto nos dispensaría del deber de reaccionar, resignando el dar batalla so pretexto de que “era de esperar que así sea todo”, sin tener en cuenta las advertencias de San Pablo a los Tesalonicenses [2]. La holgazanería fue uno de los mayores males sociales de la antigüedad, y aún seguramente, una de las causas del derrumbe del Imperio Romano. Los paganos que abrazaban la fe traían a la Iglesia el lastre de sus malas costumbres, y la excusa de la espera de la Parousía venía de maravillas para justificarse. Por ello San Pablo se dedicó, con palabra y el ejemplo, a corregirlo, llegando a mandar que “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma. Porque nos hemos enterado que hay entre vosotros algunos que viven desordenadamente, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo” (II Tes.3, 10-11).
Por eso es preciso, siempre, “trabajar”, y no limitarnos a denunciar los males. Aclaremos antes de proseguir, que estamos persuadidos de que también “rezar es combatir”, y no nos enmarcamos en las categorías de la “praxis” material únicamente, aunque por supuesto, no la descartamos en absoluto, bajo el peligro de caer en un pernicioso quietismo. Recordamos que el sentir del católico es aditivo (esto “y” aquello), y no disyuntivo, como el protestante (“o” esto o aquello).
¿Y cómo “trabajar” eficazmente? Que el árbol no nos impida ver el bosque, como dice el dicho popular, y no nos encerremos en pensar que la persecución que recién comienza, es sólo nuestra. La Comunión de los Santos no es un artículo bonito para recitar cada domingo, ni meramente para explicar en catequesis, sino una realidad firmísima, potente, para vivir cada instante ahondando en sus riquezas. Por ella no solamente nunca estamos solos, pues la comunión es presencia viva a nuestro lado de legiones de santos –de hombres y mujeres muy bien definidos– que ya libraron el buen combate, y supieron vencer. La comunión debe traducirse en comunicación familiar, y cotidiana, más allá de saber las efemérides, recorriendo los pasos de quienes nos precedieron, pisando “firme” en ellas. Son luceros.
Por eso es necesario para imitar y seguir, primero conocer. A veces se está muy presto para inventar y proponer, como si la Tradición no tuviera nada que decirnos, o ya estuviera todo superado, cuando es allí, en cambio, donde podemos encontrarnos con aquellos hermanos, que saben y pueden acompañarnos. Las iniciativas humanas serán múltiples, con la asistencia debida del Espíritu Santo. Marta (la acción) y María (contemplación) de Betania no admiten la dialéctica. Los grandes hombres de nuestra historia patria no vacilaban en entregar a Nuestra Señora el bastón de mando y nombrarla Generala antes de acometer las grandes batallas: de una sola pieza, no concebían divisiones entre su fe y sus obras. Es innegable, pues, que como sostén de nuestras fuerzas, la liturgia y las prácticas de piedad serán siempre los “canales” por donde circule la “sangre” de este Cuerpo que formamos todos los miembros.
Por esto nos parece pertinente preguntarnos acerca del espíritu que habrá de animar nuestras acciones, sea cual fuere nuestro puesto.
En una hermosa obra del padre José María Iraburu, insuficientemente difundida y aprovechada, “Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción” , se presenta un panorama riquísimo de criterios y modelos históricos precisos para “trabajar” en tiempos como los que nos toca atravesar, de singular gravedad.
Sabemos que Israel es modelo perenne y perfecto de súplica para el Pueblo de Dios, como lo reconoce siempre en su liturgia. Es importante, pues, reconocer las siete notas de la oración bíblica para revisar nuestra vida de piedad.
Aquí nos limitamos a enunciarlas, recomendando vivamente la lectura de la obra mencionada:
- El reconocimiento de la gravedad de los males que se padecen. Reconozcamos siempre que los falsos profetas nunca quieren ver “lo negativo” e insisten en decirnos que “vamos muy bien” palmeándonos el hombro…
- Reconocimiento de que los males padecidos son consecuencias justas de las iniquidades cometidas, castigos completamente merecidos. “Eres justo, Señor, en lo que has hecho con nosotros, porque hemos pecado y cometido iniquidad, apartándonos de tus preceptos”. A propósito de la Comunión de los santos recién referidas, deberíamos también recordar que existe en la Iglesia un principio de unidad por la cual no sólo son comunicados los bienes y gracias que merecen los santos, y con los que todos somos bendecidos, sino que también a todos nos afecta, más allá del buen nombre, cada pecado de cada uno de los miembros. En su realidad más honda, no es para nada “injusto” de parte de Dios, sino al contrario, que todos debamos “pagar” por las innumerables apostasías y renuncias que ha provocado en la Iglesia el coqueteo con el espíritu del mundo.
- La admisión de que los sufrimientos presentes son medicinales, incluso dando al Señor gracias porque nos pone a prueba para purificarnos, como en un crisol.
- La aceptación humilde de que somos absolutamente impotentes para recuperar por nuestras solas y propias fuerzas (por las próximas elecciones, por nuevas leyes, por un plebiscito, por la multiplicación de planes políticos y sociales) los bienes perdidos. “Levanto mis ojos a los montes, ¿de dónde me vendrá el auxilio?” (Sal 120, 1-2); “Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza y de él espera salvación” (Jer.17,5)
- La convicción de que sólo Dios puede salvar. Pero es preciso entonces abjurar de todas las contaminaciones semipelagianas actuales, y poner sólo en El nuestra confianza, rogando que nos convierta profundamente. Tenemos que estar convencidos de que Dios puede salvar.
- Petición urgente a la misericordia divina. La oración de súplica ha de ir siempre por delante de las acciones y combates cristianos.
- Para alabanza de la gloria de Dios, alegando el honor de Su Nombre. “Sólo tu Nombre nos ha sido dado bajo los cielos como fuerza real de salvación”(Hch.4, 12). Es el reino de Dios el primero que debe ser buscado, y todo lo demás vendrá por añadidura.
No podemos pedir primero la salvaguarda de las Constituciones o la custodia de este perverso sistema demoliberal (cuando en realidad es el que proporciona el mejor caldo de cultivo para los males presentes), y esperar, por añadidura, dentro de la “feria de las religiones”, que se nos permita poder construir el Reino a nuestras anchas… No es este el modo en que procede el Pueblo de Dios. Toda esperanza que no incluya una fuerte llamada a la conversión y a la oración insistente de súplica, es falsa, por más piadosa que parezca.
Se entiende entonces que “si una Iglesia local hoy, reconociendo las graves calamidades que le afligen, hace suyos esos clamores antiguos en todos sus elementos –en todos, en los siete señalados: no bastaría que lo hiciera en casi todos–, se verá ayudada por Dios y podrá superar sus miserias, por grandes que sean. Pero si no posee el espíritu de esa oración suplicante, o peor aún, si lo rechaza, se irá hundiendo en una debilidad creciente, que lleva hacia la muerte”. Personalmente, creemos que varios de estos puntos deben llamarnos a reflexión.
El deber de intercesión
“Quizá sean solamente diez. En atención a esos diez, respondió, no la destruiré" (Gen. 18, 20-32).
Llegados pues a este punto, es hora de ser honestos con nosotros mismos, y si nuestra indignación es justa, porque el celo que nos mueve es la gloria del Padre, no nos puede caber sino el deseo de conformar nuestro corazón a “los mismos sentimientos que tuvo Cristo”, y estos son, fundamentalmente, de intercesión redentora. Precisamente en el episodio bíblico en que se trata de la destrucción de Sodoma, nos encontramos con la presencia del justo Abraham, “nuestro padre en la Fe”, cuyo rol consiste nada menos que en interceder por los injustos. ¿Desistir del combate? En absoluto: reforzarlo de modo contundente, irrefutable. Pues sólo la presencia de esos diez justos detendrían la destrucción de la ciudad, y “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez. 33, 11). Entonces la pregunta será: más allá de la legitimidad de nuestra causa, ¿no será hora de comenzar a preguntarnos si estamos dispuestos a estar entre esos “diez justos”(con todo lo que ello implica…) para oficiar de “paragolpes” de la justa ira divina?
Si siempre la vigilancia ha sido pauta fundamental de la virtud, hoy se hace más imprescindible aún; como nos exhorta San Pablo: “Estas cosas sucedieron en figura para nosotros para que no codiciemos lo malo como ellos lo codiciaron. Ni murmuréis como algunos de ellos murmuraron y perecieron bajo el Exterminador. Todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos. Así pues, el que crea estar en pie, vigile para no caer” (I Cor.10, 6-12)
Pensamos entonces que nuestra lucha debe ser principalmente, además de defensiva –con toda justicia–, reparadora, para ser fuente de bendiciones, porque ciertamente se avecinan males mucho más grandes que claman al cielo, y es entonces al Cielo al que debemos una justa reparación, que no se satisfará nunca por los solos medios humanos. Será tiempo, sin duda, de multiplicar las catacumbas, reforzar nuestros votos y promesas, edificar monasterios, reinstaurar penitencias, multiplicar procesiones, y el redoble de campanas y de himnos. Proponer en cada comunidad la Adoración Nocturna (“Quédate, señor, con nosotros, que nos cubre la Noche !”). Las comuniones de rodillas, y la restauración de ritos especialmente ricos en elocuencia como el “clamor in tribulatione”, que las iglesias locales del s. XII organizaban según la gravedad de los males públicos, pudiendo ser “clamor parvus” o “clamor magnus” [3]. ¡Que las iglesias desborden de liturgia católica genuina, salpicando el barro del mundo que las acosa!
En cada caso, por supuesto, el qué y el cómo hacer, lo dirá la prudencia, virtud cardinal, precedida desde ya por la oración. Pero la vigilancia es obligada más que nunca, y cada uno tiene hoy un puesto de centinela para que al menos, no nos tomen por descuido.
Sabemos todos que nuestra defensa de la Familia no es obra de un día, ni de elocuentes declaraciones de principios, sino un compromiso vigilante, diario, sostenido, de forja de virtudes heroicas y escondidas, advirtiendo que los placeres anestesiantes que nos brinda a menudo la sociedad de consumo nos deslizan, casi imperceptiblemente, hacia un estado de verdadera esclavitud, y es oportuno recordar, como hace muy poco hacía Juan Manuel de Prada, que “el sistema esclavista se fundó sobre la destrucción de la familia”, y que los esclavos no empezaron a recobrar su dignidad sino por influjo del cristianismo. La acción política de los cristianos, por supuesto, se hace cada vez más urgente, pero encarada por cristianos auténticos, valientes y dispuestos al heroísmo (encomendándose al patrono de los políticos, Sto.Tomás Moro), en vez de apóstatas, que cuando llegue el Anticristo, se sienten a debatir qué “ministerio” pueden aprovechar en su gobierno…!
Será defensa activa entonces el cerrar las puertas a los medios malsanos para que no envenenen al aire de nuestros hogares, y aguzar el ingenio cada día para crear un ambiente permeable a la Verdad , la Belleza , el Bien y la Alegría. Será para los padres convertirnos en guardias más celosos de cada contenido escolar; y seguir en alerta permanente, nunca conformistas. No soltar el Rosario en las costumbres, y hablar más con los hijos de las cosas de Dios, sin darlas por supuesto, o creyendo que aún son muy pequeños para comprender el sacrificio. No era “muy chica” Lucía, ni Jacinta, ni Francisco en la Cova de Iría, y Nuestra Señora no buscó un “asesor pedagógico” para mostrarles las verdades últimas, y más terribles; no fueron muy chicos los santos Justo y Pastor, para dar testimonio de su fe hasta el martirio, desafiando a Daciano. El “sí-sí”, “no-no” del Evangelio no dejará jamás de ser novedoso, provocador, “peligroso” y sobre todo, expresivo de la verdadera y esplendorosa libertad de los hijos de Dios.
Cultivar la amistad, compartiendo los fines. Inculcar el Decálogo como escala bendita, en vez de un yugo cruel, porque “Mi yugo es suave y mi carga liviana”, ha dicho Nuestro Señor, y no podemos desvirtuarlo expresando con nuestra vida (o con nuestro desánimo ante los males presentes), contagiados del materialismo que decimos combatir, que “el yugo de Cristo es muy duro y su peso aplastante”.
Revisemos más seriamente, entonces, nuestro amor a la cruz, que naturalmente, nunca será suficiente. Citamos nuevamente al p. J.M. Iraburu en una sintética y densa consigna para los que deseamos con alma y vida la Fidelidad : “sin ‘parresía’, sin perder la propia vida, sin superar el miedo a la persecución, no hay modo de evangelizar al mundo, y más bien el evangelizador se mundaniza”.
Roguemos a María Corredentora, Terrible como Ejército ordenado para la batalla, nos conceda trabajar sin descanso para el Triunfo definitivo de su Hijo, por medio de Ella!
Mª Virginia Olivera de Gristelli, Tortuguitas (Buenos Aires), 18 de julio de 2010.
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[1] Con especial elocuencia, Dante poetiza la ubicación de los homosexuales en el círculo séptimo del Infierno junto a blasfemos y usureros en un arenal ardiente sobre el que cae una lluvia de fuego, pudiendo correr (a diferencia de los otros dos tipos de pecadores) pero si uno se para se ve obligado a estar parado durante cien años. La relación con la usura y la blasfemia, de paso, la podemos comprobar sólo informándonos un poco del proceder del lobby gay internacional.
[2] “Acerca de la Venida de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, les rogamos, hermanos, que no se dejen perturbar fácilmente ni se alarmen, sea por anuncios proféticos, o por palabras o cartas atribuidas a nosotros, que hacen creer que el Día del Señor ya ha llegado. Que nadie los engañe de ninguna manera. Porque antes tiene que venir la apostasía y manifestarse el hombre impío, el Ser condenado a la perdición, el Adversario, el que se alza con soberbia contra todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta llegar a instalarse en el Templo de Dios, presentándose como si fuera Dios. ¿No recuerdan que cuando estuve con ustedes les decía estas cosas? Ya saben qué es lo que ahora lo retiene, para que no se manifieste sino a su debido tiempo. El misterio de la iniquidad ya está actuando. Sólo falta que desaparezca el que lo retiene, y entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor Jesús destruirá con el aliento de su boca y aniquilará con el resplandor de su Venida. La venida del Impío será provocada por la acción de Satanás y estará acompañada de toda clase de demostraciones de poder, de signos y falsos milagros, y de toda clase de engaños perversos, destinados a los que se pierden por no haber amado la verdad que los podía salvar. Por eso, Dios les envía un poder engañoso que les hace creer en la mentira, 12 a fin de que sean condenados todos los que se negaron a creer en la verdad y se complacieron en el mal.” (II Tes.2, 2-11).
[3] La palabra clamor en la Edad Media es un término jurídico que significa pública acusación, querella o reclamación ante el tribunal y los jueces competentes. En las celebraciones litúrgicas significaba, pues, una llamada pública y solemne hecha a Dios contra los enemigos y más en particular contra los invasores y destructores de los bienes de la Iglesia (AdS 1917,2: 51). En inglés, el término judicial claim guarda este sentido de reclamación. El término clamor, como palabra litúrgica, parece usarse por primera vez en la liturgia visigótica [hispana] de los siglos VI y VII, con ese sentido particular de oración que el pueblo grita. El clamor parvus está prescrito, en aquellas situaciones en las que la Iglesia no halla medio humano para superar una adversidad o, por ejemplo, para conseguir la enmienda de un malhechor. El rito consiste en que, en un momento preciso de la Misa , luego del Padre Nuestro, el clero desciende de sus escaños y se postra con el rostro en el suelo. Y así también se postra ante el altar el sacerdote celebrante, teniendo en la mano la Hostia consagrada. (Iraburu, J.M., Op. Cit., cap. 5)