La vía dolorosa de la Iglesia de hoy contrasta cruelmente con la gloriosa alegría del Jubileo del 2000, apogeo del pontificado de Juan Pablo II. Sin embargo, cuando se hurga un poco sobre qué fue de verdad ese año de gracia, se descubre que la Iglesia de Benedicto XVI simplemente convierte en realidad lo que aquel anunciaba.
El Jubileo fue el año del arrepentimiento y del perdón. De perdón dado y solicitado, por los muchos pecados de los hijos de la Iglesia en la historia. El primer domingo de Cuaresma de aquel año, era el 12 de marzo, el Papa Wojtyla ofició ante los ojos del mundo una liturgia penitencial sin precedentes. Siete veces, como los siete vicios capitales, confesó las culpas cometidas por los cristianos siglo tras siglo, y por todas ellas pidió perdón a Dios. Exterminio de los herejes, persecuciones a los judíos, guerras de religión, humillación de las mujeres…
El rostro doliente del Papa, marcado por la enfermedad, era el icono de este acto de arrepentimiento. El mundo lo miró con respeto. Incluso con complacencia. A veces incrementando el reclamo: el Papa debería haber hecho mucho más.
Y en efecto, en los medios de comunicación del mundo, era esta la música dominante. Hacía bien Juan Pablo II en humillarse por ciertas páginas negras de la historia cristiana, pero siempre había quien pretendía que debería golpearse más el pecho y por otras cosas más. La lista no era nunca suficiente. Repasando todas las veces en las que el Papa Wojtyla pidió perdón por alguna cosa, antes y después del Jubileo del 2000, se encuentra que lo hizo por las cruzadas, dictaduras, cismas, herejías, mujeres, judíos, Galileo, guerra de religiones, Lutero, Calvino, indios, injusticias, inquisiciones, integrismo, Islam, mafia, racismo, Ruanda, esclavitud. Y quizá falta algún tema. Pero con seguridad jamás pidió públicamente perdón por los abusos sexuales a niños. Ni se recuerda que nadie le haya saltado encima a reclamarle por este silencio, ni menos que se le haya exigido que sumara a la lista la pedofilia.
Eso ocurría hace diez años. Pero ese era el espíritu del tiempo, dentro y fuera de la Iglesia. Un espíritu poco atento al escándalo de los muy jóvenes víctimas de abusos, no obstante ya habían explotado en Austria el caso Groer, el arzobispo de Viena golpeado por acusaciones jamás verificadas; en los Estados Unidos el caso Bernardin, arzobispo de Chicago falsamente acusado que perdonó a su acusador, y por todas partes el caso Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo de quien se confirmó después la culpabilidad.
Pero en Roma había un cardenal que veía mucho más lejos, de nombre Joseph Ratzinger. Más que a los pecados de los cristianos del pasado, sobre los cuales el juicio histórico es siempre problemático, él miraba a los pecados del presente. Y entre estos veía algunos que más que otros ensuciaban el rostro de la Iglesia “santa”, más todavía en cuanto cometidos por clérigos.
En el 2001, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, hizo más exigentes los procedimientos con los cuales afrontar los casos de pedofilia en el clero. Cuando en el 2002 en los Estados Unidos explotó el escándalo en proporciones clamorosas mantuvo la línea de rigor.
El viernes santo del 2005, al escribir el texto del último Vía Crucis del pontificado de Juan Pablo II, denunció la “suciedad” en la Iglesia con los acentos de una lamentación profética. Pocas semanas después fue elegido Papa y cinco años después, al cumplirse los 10 años del Jubileo del 2000, el escándalo de la pedofilia embistió a la Iglesia y a él con una severidad sin precedentes.
Ahora, bajo al oleada avasallante de las acusaciones, Benedicto XVI ha hecho por las culpas de los cristianos de hoy lo que el Jubileo del 2000 hizo por las culpas de los cristianos del pasado. Ha predicado que la más grande tribulación para la Iglesia no nace de fuera, sino de los pecados cometidos dentro de ella. Ha puesto a la Iglesia en estado penitencial, ha pedido a todos los cristianos que se purifiquen la “memoria”, ciertamente, pero más aún sus vidas presentes.
A los católicos de Irlanda, más que a otros contagiados por el escándalo, les ha ordenado hacer limpieza de todo, que se confiesen frecuentemente, que hagan penitencia todos los viernes por un año entero y a sus obispos y sacerdotes que se sometan a especiales ejercicios espirituales.
A los sacerdotes, sobre todo, ha dedicado un cuidado muy particular. Aún antes que las polémicas llegaran a su cima, Benedicto XVI lanzó el Año Sacerdotal para reavivar en los clérigos el amor por la misión a la que son convocados y la fidelidad a sus compromisos, incluida la castidad. Como modelo de vida les ha presentado el ejemplo del santo Cura de Ars, un humilde sacerdote rural en la Francia anticlerical del siglo XIX, que pasaba días enteros en el confesionario, para acoger a los pecadores y perdonar.
***
Pero el perdón no fue el único elemento que caracterizó el Jubileo del 2000. Juan Pablo II quiso ese Año Santo sobre todo para volver a dar impulso a la evangelización del mundo. Y también aquí, de nuevo, el pontificado de Benedicto XVI no es otra cosa que la actualización sistemática de aquel proyecto.
No es un misterio cuál es la “prioridad” que el Papa Ratzinger se ha asignado como sucesor de Pedro. La ha confirmado él mismo con estas palabras, en la carta a los obispos de todo el mundo del 10 de marzo del 2009:
“En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo, en Jesucristo crucificado y resucitado”.
Benedicto XVI está tan convencido que conducir a los hombres a Dios es “la prioridad suprema y fundamental” de la Iglesia y del sucesor de Pedro, que no sólo ha hecho de ella el centro de su prédica sino que ha tomado de ella la decisión de crear en la Curia romana un dicasterio expresamente destinado a la “nueva evangelización” de los países donde está más marcado el moderno eclipse de Dios.
Instituyó la nueva oficina el pasado 30 de junio y el mismo día llamó a Roma a ocuparse de la selección de los futuros obispos en todo el mundo, al cardenal canadiense Marc Ouellet, teólogo en gran sintonía con él, pero sobre todo directo conocedor de Quebec, una de las áreas de Occidente en la que la descristianización se ha dado en forma más dramática y repentina.
En el pasado otoño, regresando de un viaje a otra de las regiones más descristianizadas, Praga y Bohemia, Benedicto XVI maduró también otra idea: la de instituir un simbólico “patio de los gentiles”, como el patio abierto a los paganos del antiguo templo de Jerusalén, para abrir el diálogo con los hombres más alejados de Dios. También este proyecto está tomando cuerpo. El Papa lo ha confiado a su ministro de la cultura, el arzobispo Gianfranco Ravasi. El “patio de los gentiles” será inaugurado en París en marzo del 2011 en tres sedes intencionalmente carentes de toda insignia religiosa: la Sorbona, la UNESCO y la Académie Française. Ya han manifestado su adhesión importantes personalidades agnósticas y no creyentes, comenzando por la psicoanalista y semióloga Julia Kristeva.
En cuanto a las jóvenes generaciones, la niña de los ojos de Juan Pablo II, para quienes instituyó las Jornadas Mundiales de la Juventud, de las cuales la más grande fue precisamente la del Jubileo, Benedicto XVI sabe bien que el futuro de la fe en Occidente se juega en buena medida en ellas.
También en Italia, el país de Europa en el que la Iglesia sigue teniendo una presencia sólida y difusa, ya se entreven las señales de la caída. Una investigación realizada para “El Reino” del profesor Paolo Segatti, de la Universidad de Milán, ha evidenciado un neto distanciamiento entre los nacidos en 1981, de la práctica religiosa, de la oración, de la fe en Dios, de la confianza en la Iglesia. Cuando estos jóvenes tengan hijos, la transmisión de la fe católica a las futuras generaciones sufrirá una drástica interrupción. El “patio de los gentiles” deberá hacerles un lugar también a ellos.
Sandro Magister
Publicado en Chiesa