Tengo que hacer un paréntesis. Que no piense nadie que tengo el más mínimo odio a los musulmanes, por mucho que parezcan encendidas mis palabras. Precisamente por estar coaccionados por sus imanes y por su religión, no hay gente que me dé más lastima que ellos. A modo de ilustración, tengo que decir que el autor de este artículo expuso varias veces incluso su vida para salvar a alguno de ellos (al menos su integridad física), de, paradójicamente, la brutalidad de alguno de los suyos. Esto como ilustración. No para merecer la compasión de los más intolerantes. Soy yo el que tiene más razones para la compasión.
Pero, volvamos sobre la idea de la identidad cristiana. ¿Quién, o qué puede regenerar esta Europa desde dentro como una savia que rejuvenece y sana? ¿Quién, o qué le puede dar el sentido a sus aspiraciones más profundas, mostrar un futuro que merece la pena, fortalecerla con la esperanza? Esta es nuestra tarea. Nuestra y de todos los que aman la vida y la libertad forjada en la responsabilidad, a la luz de la razón. No esperemos aplausos o gratitud. Hay que seguir luchando por Europa, por su futuro. Sirvámosla. Protejamos su alma. No seamos unos ingratos que, después de haber disfrutado del fruto del sacrificio de otros, derrochemos insensatamente los bienes que pertenecen a las futuras generaciones.
Por último, unas palabras a mis hermanos católicos, especialmente a los misioneros, en cuanto a la relación y actitud frente al Islam. Sabemos que, a veces, en situaciones muy dolorosas, la santa prudencia pide no decir toda la verdad. Frente al nazismo, la iglesia holandesa habló muy claro y fue casi exterminada. La iglesia polaca se callaba mucho más, sin dar jamás el consentimiento; le costó sus vidas, pero aguanto y sobrevivió al nazismo y al comunismo.
Pero hoy no basta solo no decir toda la verdad. Si ya hay que callar a veces, al menos que no se digan barbaridades. Que no se diga: “Estamos aquí para hacer que los musulmanes sean mejores musulmanes”. Esa no es nuestra misión. Que los musulmanes sean mejores personas, tal vez sí. Pero no entremos en el sincretismo patético. Lo que es la misión y la razón de ser de la Iglesia, ya lo hemos recordado. Fijaos en los protestantes. Desde Mónaco emiten programas dirigidos a la evangelización de los musulmanes en Magreb, consiguiendo crear células de cristianos árabes convertidos. ¿Quién conciencia más la opinión pública sobre el drama de Sudán? ¿Nosotros o ellos? ¿En qué iglesia se hace una colecta específica para los cristianos perseguidos? Vergüenza debería darnos. En definitiva, los católicos tenemos que recuperar el sentido del adjetivo: “apostólicos”. Pero quiero decir algo más todavía.
Mirad, el vestido de la Esposa es todavía pobre e indigno de su Esposo. Le falta la púrpura de la sangre árabe. No la sangre que vamos a derramar nosotros, sino la sangre de sus mejores hijos convertidos a Cristo. Nosotros, la Iglesia, no podemos luchar sin la abogacía de aquellos que reclaman ante el Cordero: “Señor santo y veraz, ¿cuándo nos harás justicia y vengarás la muerte sangrienta que nos dieron los habitantes de la tierra?” Se les entregó entonces un vestido blanco a cada uno y se les dijo: –Aguardad un poco todavía. Aguardad hasta que se complete el número de vuestros compañeros y de vuestros hermanos que, como vosotros, van a ser martirizados” (Ap 6;10,11).
Traednos esa sangre, necesaria para unir las piedras del Templo, predicando que “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que debamos salvarnos” (Hch 4;12). No estoy loco. Recordad incluso la bula “Incarnationis Misterium” (del 2000), punto 13, de Juan Pablo II: “Que la admiración por su martirio (de los mártires anteriores) esté acompañada, en el corazón de los fieles, por el deseo de seguir su ejemplo, con la gracia de Dios, si así lo exigieran las circunstancias”. No temáis, el Islam caerá como una torre de naipes, como cayó cualquier otro imperio. Pero, para combatirlo, es necesario un poco de valor y clarividencia. No sucumbir cobardemente ante la arrogancia y su aparente poderío. Porque, ¿es que no sabéis que los imperios empiezan a agrietarse desde dentro, a fuerza de sus absurdos y decadencias? Ahora bien, ¿hay acaso mayor decadencia que negar la libertad y la razón?
Que no os invada el pesimismo y el fatalismo (“¿Quién hay como la bestia? ¿Quién es capaz de luchar contra ella?” Ap 13;4 –me refiero a la actitud de los hombres frente a la aparente supremacía del mal), pensando que el Islam va a dominar la tierra y luego, dentro de esa dominación, intentaríamos hacer lo que podamos, lo que buenamente nos permitan. No, al contrario, sed agresivos con una sana violencia, procurando una revolución del espíritu, una gran rebelión entre sus filas. Hacedles temblar de pavor, como por el hecho de los dos mil musulmanes adultos bautizados anualmente en Francia (“Ellos mismos lo han vencido por medio de la sangre del Cordero y por el testimonio que dieron, sin que el amor a su vida les hiciera temer la muerte” Ap 12;11). Como aquellos pobres argelinos que esconden en sus casas los evangelios que leen clandestinamente, escondiéndolos de la supervisión de los imanes alarmados por el aumento de este fenómeno. Luchad con uñas y dientes para que esto sea sólo el principio. Porque sabemos que la victoria es del león de la tribu de Judá. Animad a los musulmanes a acoger el Camino, la Verdad y la Vida, dejando el camino de Mahoma.
No existe otra opción para nosotros. Ciertamente, una tarea harto difícil. Pero, para los que tienen por alimento su Cuerpo, es posible. Es posible para los que tienen la Virgen como Madre, llena de esperanza que no defrauda, que se mostró tantas veces eficaz.
Milenko Bernardic