He vuelto hoy por la tarde Portugal, bella y plácida tierra de hombres buenos. Una tierra donde Cristo reina más que en España. Y me hubiera gustado explicar estas cosas y otras. Otras tan bellas como el Monasterio de Cristo, el más bello monasterio que he visitado hasta el día de hoy.
Pero el cuerpo me pide hablar de otra cosa. ¿De qué otra cosa? De la polémica de monseñor Agrelo y el padre Masiá.
Todos lo saben, aunque nadie diga nada, que la pasada polémica no se ha cerrado para nada, que todo sigue abierto, que ni el más leve atisbo de conclusión se ha vislumbrado. Por otra parte, no podía ser de otra manera.
Pero frente a aquellos que consideren que todo se arregla con buenos sentimientos, lamento disentir. La verdad depende de la verdad. La verdad debe buscar la verdad. Y lo demás son bellos poemas. John Henri Newman buscó la verdad. Agustín de Hipona buscó la verdad. Tomás Moro buscó la verdad.
No quiero parecer un inquisidor, pero mucho me temo que no puede ser verdad una afirmación y su contraria.
Sobre lo que se delibera aquí es sobre la misma esencia de la fe que nos entregó Jesucristo mientras estuvo sobre la tierra. Y si el falso final feliz que algunos han querido ver en las últimas intervenciones, fuera de verdad la conclusión de todo, entonces todo daría lo mismo.
Daría lo mismo irse de asceta al desierto o vivir una vida tibia, morir como mártir bajo el reinado de Enrique II o condescender. En el fondo daría lo mismo ser Judas Iscariote que Cristo Crucificado.
No me mueve ni el más mínimo átomo de manía hacia Masiá, le tengo un cierto cariño. No subyace en mí la más mínima crítica a las palabras de monseñor Agrelo, haría mías todas sus líneas. Pero creo que debo decir algo. Y es que Jesucristo no buscó el buen rollito. Si lo importante fuera el buen rollito, Cristo no hubiera derramado en el Gólgota su sangre.
¡Cristo no buscó el buen rollito! Qué poco me costaría decir unas cuantas palabras que provocaran el aplauso de la mayoría. Qué poco.
Hoy he visto, de nuevo, otra vez, otra gozosa vez, el final de la película La Amistad, cuando John Quincy Adams proclama orgullosamente sus últimos razonamientos ante el Tribunal Supremo:
Quizá porque temíamos nuestros prejuicios. (?). Pero hemos comprendido por fin. (?) Ahora entendemos, se nos ha hecho entender, y abrazamos ese entendimiento, que en realidad somos quienes éramos. (?) Dadnos valor para hacer lo que es justo, y si eso implica la guerra civil, adelante con ella.
Otros dirán que para qué discutir de palabras. Otros dirán que, en el fondo, están de acuerdo en lo fundamental y que lo otro son pequeñeces. Otros que lo importante es el amor. El amor y la caridad.
Tomás Moro leyó y volvió a leer el texto del Acta de Supremacía. Si lo hubiera podido jurar, lo hubiera jurado. El problema era que las palabras significan cosas. Y hay cosas que son verdad y otras que no.
El obispo de Teruel fue asesinado un mes antes de acabar la Guerra Civil. Lo único que le pidieron sus asesinos como condición para no matarle, era que firmase un documento en que negase que el alzamiento era lícito. Dado el número de todos a los que habían asesinado antes de él, sabía que no estaban hablando en broma cuando le amenazaban de muerte. Pero no firmó.
Los sacerdotes cuando predicamos, debemos recordar que estamos explicando a los fieles una doctrina sagrada. Somos oyentes de esa doctrina, no dueños. Oír para predicar. Oír con reverencia como una forma de obediencia, de sumisión.
No sé lo que es una fe adulta. Porque mi fe es la misma que la de un niño. La fe es simple, sencilla, es una fe de rodillas. Y he vacilado al escribir de rodillas, porque a veces me postro. Sí, a veces en mi oración me postro. Como si estar de rodillas no fuera suficiente.
José Antonio Fortea, sacerdote
Artículo publicado en el blog del P. Fortea