Con el paso de los años, he ido realizando un pequeño “estudio demoscópico” lleno de limitaciones, pero con algunos frutos que paso a mostrarles. De cuando en cuando, en el confesonario, pregunto al penitente: “¿eres feliz?”. Las respuestas podrían encasillarse en tres variables: “sí”, “no”, y “a ratos”. Teniendo en cuenta que los “encuestados” son personas que están de rodillas ante un sacerdote, es decir, personas creyentes que reciben los sacramentos, evalúen ustedes mismos los resultados: la inmensa mayoría de ellos optan por la tercera respuesta, es decir, “a ratos”. Tras ellos vendrían quienes aseguran no ser felices, pero hay que tener en cuenta que, muchas veces, la gente se arrodilla en el confesonario para llorar.
En todo caso, les aseguro que son minoría quienes responden, sin vacilaciones, que son felices. Y, en cuanto a los de “a ratos”, habrá que decir que, mientras el buen humor suele llegar en rachas, la felicidad no se consume de forma intermitente. Si se “es” feliz, se “es”, no se “está” feliz un rato para volverse infeliz después. En definitiva, y con todas las reservas impuestas por las limitaciones de mi “encuesta”: los hombres, amigos lectores, no son felices.
La siguiente afirmación no tengo que explicarla: lo único que puede hacer feliz a un ser humano es el amor. Si los hombres no son felices, es porque apenas hay amor en sus vidas. Y, si no hay amor en sus vidas –ésta es mi hipótesis– es porque Occidente se ha olvidado de Dios, el Único que puede enseñar a amar al ser humano porque Él mismo es el Amor total. Estoy convencido de que si mi pequeña encuesta, en lugar de realizarla en un confesonario, la hubiese llevado a cabo en los bares, discotecas, supermercados o vagones de metro, los resultados hubiesen sido aún más desoladores. Basta observar los rostros de la gente que camina por las calles o consume sus cervezas en un bar: las sonrisas se han vuelto carísimas. Los medios de comunicación no presentan, precisamente, el retrato de una humanidad feliz, sino el de un mundo roto por mil costuras.
Una buena parte de las veces se llama “amor” a la sensiblería o al placer; en todo caso, a una forma de enriquecimiento personal bastante efímera. Hombres y mujeres se casan y se divorcian, se unen y se separan cuando la relación ya “no les aporta nada”, o sólo les aporta dolor. Cuando muchos dicen “amo a alguien”, lo que realmente quieren decir es que aman lo que ese alguien les da, y dejarán de amarlo cuando el tal “alguien” deje de proporcionarles el suministro diario... Poco que ver con el amor verdadero.
Miremos a Jesús, y volvamos a aprender lo que es amor: amor es entregarlo todo sin esperar nada, y no volverse atrás en la entrega. En primera instancia, el amor se parece más a un empobrecimiento que a su contrario, el enriquecimiento. “Siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza”, dice San Pablo de Jesucristo. Abandonó, por nosotros, la gloria que tenía junto al Padre, y se revistió de nuestra fragilidad. Nació en un establo, predicó durante tres años sin tener donde reclinar la cabeza, y, a cambio, los hombres lo clavamos en una Cruz. Cuando eso sucedió, no se echó atrás; no se escabulló de nuestras manos para volverse al Cielo al grito de “no tengo por qué aguantar esto”. Mansamente, se tendió en el Leño y ofreció su vida por nosotros, sus verdugos. ¡Eso es Amor!
Como quien ama desea estar cerca del amado, quiso Jesús quedarse con nosotros. Y volcó su poder de Dios en el milagro más tierno y sobrecogedor que pudo hacer un Dios enamorado: se “encerró” en la Sagrada Hostia, se dejó “encarcelar” en los sagrarios, se “sometió” a las manos de unos hombres pecadores a quienes convirtió en sacerdotes.
En los dos mil años que Jesús lleva encerrado en los tabernáculos, preso del Amor más grande, los hombres han profanado su Cuerpo miles de veces, han comulgado indignamente miles de veces, lo han dejado solo en las iglesias millones de horas, y han recibido con toneladas de frialdad a Quien arde de Amor por nosotros. Motivos hubiese tenido para abandonar todas los hostias y volverse al Cielo... Pero se ha quedado, porque nunca se echa atrás Aquél que ama. También, también muchos lo han cubierto de cariño y de calor, y ésos, precisamente ésos, han compartido sus soledades y han conocido el único Amor que puede hacer feliz al hombre: el de quien lo entrega todo, hasta su mismo Cuerpo, sin esperar nada, y no se vuelve atrás. ¡Eso es Amor!
Sólo cuando el hombre, arrodillado ante la Eucaristía, vuelva a saberse amado así, y aprenda a amar así a sus semejantes, encontrará de nuevo el rostro de la felicidad. Porque toda la felicidad a que puede aspirar un hombre sobre la Tierra está encerrada en la Eucaristía. ¡Eso es Amor!
+José Fernando Rey Ballesteros, sacerdote.
Publicado el 5 de junio de 2010, en © De un tiempo a esta parte