La semana pasada he ido con mi obispo y un grupo de sacerdotes de mi diócesis en peregrinación a Ars. Lo que a mí siempre me ha llamado más la atención del santo cura de Ars es que fue un infatigable confesor y que creyó profundamente en el sacramento de la Penitencia como instrumento privilegiado puesto por Dios para nuestra conversión. En mi oración al santo recordé el episodio del Antiguo Testamento cuando Eliseo le pide al profeta Elías que le conceda dos tercios de su espíritu (2 Re 2,9-10). Por supuesto me conformo con un trocito, pero tembién ojalá aumente en nosotros los sacerdotes el aprecio a este sacramento, en el que nuestro papel es el de intermediario entre Dios y los hombres. Nuestra tarea es acoger, facilitar la conversión del penitente, perdonar y absolver en nombre de Dios y de la Iglesia, adaptándonos a las circunstancias personales del penitente. Representamos a la Iglesia, y nuestra oración es oración de la Iglesia por el penitente.
Cuando se haga la Historia de nuestros días, es fácil que se nos reproche a los sacerdotes nuestro silencio ante este sacramento, con el resultado de su gradual y nada conveniente abandono. Y sin embargo Jesús resucitado ya en su primera aparición a sus discípulos, les otorga el Espíritu Santo para el perdón de los pecados (Jn 20,22-23), lo que señala que para Él no era algo de importancia menor.
La Iglesia nos pide en el canon 978 & 1 del Código de Derecho Canónico: "Al oír confesiones, tenga presente el sacerdote que hace las veces de juez y de médico, y que ha sido constituido por Dios ministro de justicia y a la vez de misericordia divina, para que provea al honor de Dios y a la salud de las almas". Este canon establece por tanto que los confesores tenemos que servir, no que tengamos que mandar. Es un servicio a Cristo, en su nombre, por encargo suyo y por su autoridad, teniendo que realizar nosotros una tarea que, si bien nos supera, nos ha sido confiada por Él, y por ello mismo hemos de realizar el "preciso es que Él crezca y yo disminuya"(Jn 3,30). La suerte de la confesión depende en gran parte de la actitud de los sacerdotes y de su modo de ejercer la pastoral del sacramento, para que sus aspectos penitenciales y penosos se vean iluminados por la esperanza. El sacramento de la penitencia debe ser un sacramento de paz, alegría y perdón, y sólo si se vive así, se cumple su sentido evangélico. Al oír confesiones ejercitamos de modo muy especial el carisma de profecía, puesto que hablamos en nombre de Dios, interpelando a las personas en sus compromisos concretos, mientras por parte del penitente el carisma de humildad hace a éste, ya tocado por la gracia, disponible a la acción del Espíritu.
Para que los penitentes puedan situarse ante Dios en una actitud de oración y confianza, hemos de acogerles con cariño y espíritu de oración y fe, dándonos totalmente a ellos. Hemos de hacer de puente entre ellos y Dios, pero sin interponernos ni obstaculizar ese encuentro. El coloquio entre sacerdote y penitente debe llevar a tener confianza en la bondad de Dios, haciendo brotar la alabanza y la acción de gracias ante las maravillas de Dios, porque se experimenta a Cristo como príncipe de la paz, médico divino y juez redentor, lleno de amor hacia nosotros.
Hemos de vernos en la confesión como evangelizadores, pero sin olvidar que no somos Cristo, sino sus servidores. Muchos penitentes además consideran la confesión tan sólo como una especie de detergente, que deja sus almas limpias, por lo que debemos mejorar esa concepción tan pobre del sacramento para que puedan aprovecharlo más, haciéndoles salir mejores personas de lo que entraron, al llevarles a descubrir las verdaderas exigencias del amor a Dios y al prójimo. Por ello nuestra monición debe intentar no sólo ayudar a los penitentes a reformar su vida, sino sobre todo a hacerles partícipe de la alegre noticia que Dios nos salva porque nos quiere. Por supuesto que el máximo encuentro entre Dios y nosotros se realiza en la Eucaristía, sobre todo si va acompañada por la Comunión, pero, salvo ese, estoy convencido que no hay ningún otro lugar como el sacramento de la Penitencia en el que nuestra ayuda, incluso humana y sobre todo teniendo en cuenta la gracia sacramental, puede ser más eficaz. En consecuencia hemos de evitar por nuestra parte todo aquello que pueda contribuir a hacer odioso u antipático el sacramento de la Penitencia. En la Penitencia se abren las almas como en ninguna parte, pues allí somos para muchos verdaderamente voz de Dios, por lo que debemos educarles a obedecer los dictámenes de su propia recta conciencia, ya que lo único infalible que decimos, si vienen bien dispuestos, es la absolución sacramental. En lo demás somos meros consejeros, que poseemos una cierta competencia profesional y gracia de estado, pero no siempre acertamos, como no siempre aciertan los miembros de las demás profesiones. Está claro que con estas equivocaciones podemos hacer muchísimo daño, pero este daño queda más que compensado por el enorme bien que normalmente hacemos, y además la parábola de los talentos nos enseña que no hay manera más segura de equivocarse que la de rehuir responsabilidades (Mt 25,14-31). Pero tengamos en cuenta que, salvo los escrupulosos, y debido al carácter enfermizo de esta conciencia necesitada de apoyo para recobrar su libertad, en los demás casos no debemos decidir en vez del penitente.
En este sacramento se están dando abundantes aspectos positivos, como la dedicación abnegada y gozosa de muchos sacerdotes a este ministerio, el redescubrimiento pastoral y existencial por parte de algunos de esta fuente de perdón y gracia, así como los frutos de renovación y santidad que produce en no pocos que se acercan a él. Pero hemos de ser realistas y no podemos ocultar la grave crisis que está pasando, crisis que debe ser un incentivo para, por nuestra parte, no descuidar este aspecto tan importante de la vida cristiana.
Pedro Trevijano, sacerdote