Aunque la manera más palpable de que Dios nos perdona nuestros pecados es el sacramento de la Penitencia, hay hoy un malestar general ante este sacramento, ya que no se le encuentra sentido y se constata que cada vez los fieles comulgan más y se confiesan menos. Para muchos la confesión frecuente es cosa demasiado subjetiva e individualista, siendo por ello lo mejor abandonar la confesión de devoción, tanto más cuanto que ésta, dicen, no favorece la verdadera conversión.
Está claro igualmente que el sacramento de la Penitencia tiene como objeto propio el perdón de los pecados graves o mortales, pues es un sacramento "de muertos", siendo su efecto no el acrecer la gracia santificante, sino dársela a quien no la tiene, haciéndole pasar de la muerte a la vida. Ahora bien el pecado venial no separa de Dios, y si además hay muchos modos de perdonarlos, como la Eucaristía que los perdona por el aumento de la caridad, ¿qué necesidad tenemos para su perdón del sacramento de la Penitencia?.
Pese a todo hay que mantener la confesión frecuente de devoción. Hay toda una serie de razones que estriban en el favor que la Iglesia ha concedido a esta confesión. Una práctica por tanto tiempo continuada, aprobada por la Iglesia en múltiples ocasiones, no puede ser considerada en ningún caso como una defectuosa evolución ascética.
Podemos distinguir tres situaciones: la confesión de vuelta a la Iglesia o de conversión; la confesión de levantarse, después de una falta grave; y la confesión de devoción. El diálogo en la confesión es un medio privilegiado en la lucha contra el pecado y como ayuda para la santificación, aunque hay que respetar ciertos límites, pues la confesión puede tomar un aspecto repetitivo y por su frecuencia misma, carecer de sustancia. En cuanto a la confesión de los pecados graves, se piensa a veces que "basta" confesarse y que la absolución "lo hace todo", perdonando casi automáticamente, con lo que el sacramento se degrada a una cuasi magia y puede no expresar una auténtica conversión.
La práctica de la confesión frecuente ha sido benéfica en el plano espiritual y pastoral. Sigue siendo aconsejable confesar los pecados veniales con frecuencia, porque en este sacramento Dios nos da fuerzas para ir arrancando las raíces del pecado y nos ayuda a ser fieles a su Espíritu que nos conduce hacia la santidad.
En la confesión de devoción, el recurso al sacramento está justificado por la intensificación de la conversión, mucho más que por las faltas de las que nos acusamos. Su fundamentación teológica es: a) la confesión sacramental ha sido instituida para el perdón de todos los pecados cometidos después del bautismo, incluidos los pecados veniales; b) los pecados son perdonados directamente, mientras la eucaristía sólo los perdona indirectamente; c) aparte de estos efectos nada despreciables, la confesión de devoción, si se sabe hacer bien, es una llamada de atención en nuestra vida espiritual, que puede evitar que el cansancio y la rutina se adueñen de ella.
La confesión sacramental de devoción, la de los pecados veniales, no estuvo desde luego en uso durante los cuatro primeros siglos, puesto que la Iglesia empleaba entonces un modo de penitencia incompatible con esta práctica. Pero desde la aparición del sistema de la penitencia privada, vemos a San Columbano recomendar vivamente la confesión frecuente de los pecados veniales e incluso en la primera generación carolingia se querrá hacer obligatorio este uso.
En cuanto al Magisterio el Concilio de Trento alaba el uso de confesar los pecados veniales, calificándolo de "práctica de los hombres piadosos"(Denzinger nº 899 y 917). Pío VI rechaza la proposición 39 del Sínodo de Pistoia que desaprobaba la confesión frecuente (D. nº 1539). Pío XII defiende igualmente la confesión de devoción en sus encíclicas "Mediator Dei" y "Mistici Corporis". En ésta afirma: "Recomendamos vivamente este piadoso uso de la confesión frecuente (de las faltas veniales), introducido por la Iglesia bajo el impulso del Espíritu Santo". La confesión de devoción es vista como un progreso espiritual.
El Concilio Vaticano II dice: "Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente a Cristo, Salvador y Pastor, por medio de la fructuosa recepción de los sacramentos, especialmente por el frecuente acto sacramental de la Penitencia, como quiera que, preparado por el diario examen de conciencia, favorece en tanto grado la necesaria conversión al amor del Padre de las misericordias"(Presbiterorum Ordinis nº 18).
El Ritual de Penitencia añade: "A quienes caen en pecados veniales, experimentando cotidianamente su debilidad, la repetida celebración de la Penitencia les restaura las fuerzas, para que puedan alcanzar la plena libertad de los hijos de Dios"(RP nº 7).
No se niega con esto que fundamentalmente el sacramento de la Penitencia surgió para el perdón de los pecados que se consideraban mortales e incluso en Trento se trata prevalentemente de este tipo de pecados, aplicándose la estructura del sacramento de la Penitencia a la confesión por devoción de modo solamente análogo. En efecto el penitente no está propiamente separado de la vida de la Iglesia, como sucede con el que está en pecado grave; su unión con la Iglesia está tan solo debilitada, en cuanto la caridad eclesial no penetra plenamente en toda su vida. Por ello incluso la absolución es sólo en modo análogo una "reconciliación", en cuanto que es mucho más una profundización en la concordia, pues esta confesión es un medio legítimo y útil de encarnar y expresar de modo eclesial nuestro esfuerzo de conversión.
Podemos decir que la frecuencia de la confesión no depende tanto de la gravedad de las faltas cometidas como de la intensidad de la vida cristiana. No nos extrañe por ello que Benedicto XVI insista una y otra vez en la importancia de este sacramento. Dios desea para nosotros, ha dicho el Papa este mismo 21 de Marzo, el bien y la vida; Él provee a la salud de nuestra alma por medio de sus ministros, liberándonos del mal con el Sacramento de la Reconciliación, para que nadie se pierda y todos podamos convertirnos: “En este año sacerdotal, deseo exhortar a los pastores a imitar al santo cura de Ars en el ministerio del Perdón sacramental, para que los fieles descubran el significado y la belleza, y recuperen la salud con el amor misericordioso de Dios, que llega al punto de olvidar voluntariamente el pecado con tal de perdonarnos. Queridos amigos aprendamos de Jesús a no juzgar y a no condenar al prójimo. Aprendamos a ser intransigentes con el pecado –a partir del nuestro– e indulgentes con las personas”. De hecho, creo que debo decirlo, cuando un sacerdote se sienta en el confesonario, hay poco a poco una vuelta a la práctica de este sacramento.
Pedro Trevijano, sacerdote