Durante la Edad media, el arte, al servicio de la fe, adquirió un carácter simbólico, demostrativo y ejemplar. La imagen figurativa y el espacio arquitectónico respondían a un orden superior del que todo dependía. Cualquier intento de salirse de estos paradigmas, predeterminados, equivalía a apartarse del orden establecido por Dios.
Por otra parte, el carácter simbólico del arte medieval impedía la elaboración de formas artísticas que representaran directamente a la naturaleza. Sin embargo, el desarrollo cultural y económico, relacionado con una serie de inventos, descubrimientos y rutas comerciales, determinó nuevas formas de vida que afectaron a la mentalidad religiosa. El arte, animado por los estos ideales, trató de adaptarse buscando nuevas perspectivas en el ámbito de la cultura.
Con el estilo gótico, aunque se mantuviera la continuidad en temas bíblicos y en el vínculo interior entre Antiguo y Nuevo Testamento, ya se había originando un cambio de mentalidad iconográfica. El gusto por el mundo sensible, en general, comienza a minar las antiguas tradiciones medievales. El sesgo antinaturalista va cediendo consistencia ante un naturalismo abierto a otros valores estéticos. Esta transformación no es consecuencia de una gran fractura histórica, sino de un proceso que determina cambios profundos.
La nueva sensibilidad comienza a manifestarse con el arte de Giotto di Bondone, de Duccio o de Simone Martini, y las obras literarias de Dante Alighieri y de Francisco Petrarca que, con la obra de Boccaccio, se convierten en los intérpretes de la nuevas generaciones. A ellos se suman los conjuntos de relieves escultóricos que preparan la plasmación de la figuración iconográfica. La escultura se labra en diversos materiales tanto en madera como en piedra o alabastro.
En esta adaptación, la producción artística va renovando las imágenes y su significación religiosa: «Ya no se representa al Pantocrator, al Señor del mundo, que nos introduce en el octavo día. Esta imagen gloriosa se sustituye por la imagen del crucificado en su dolorosísima pasión y muerte. No es la Resurrección lo que se hace visible, sino que se cuenta el acontecimiento histórico de la Pasión. Lo histórico-narrativo pasa a un primer plano, según se ha dicho, y la imagen del misterio se sustituye por la imagen devocional» (Benedicto xvi).
El mismo Benedicto XVI, advierte que «son muchos los factores que pudieron contribuir a esta alteración iconográfica. Evdokimov opina que habría jugado un papel importante el cambio del platonismo al aristotelismo, que tuvo lugar en Occidente en el siglo xiii». Efectivamente, para Platón, el mundo sensible es como un reflejo de la verdadera realidad; y, por las cosas sensibles, podemos elevarnos a las realidades eternas. Al ser sustituido el idealismo platónico por el realismo aristotélico, la visión de lo real se convierte en metafísica de la abstracción. El cambio de soporte filosófico, da lugar a una diversidad teológica entre Oriente y Occidente que afecta al modo de concebir la sacralidad iconográfica.
La categoría platónica de lo bello, continuada en la Iglesia Ortodoxa, seguirá vigente en la disposición de los iconos orientales. Pero en Occidente, la nueva sensibilidad orientada por la corriente aristotélico-escolástica, se debatirá entre el humanismo cristiano y la corriente antinaturalista que convierte a los monasterios en verdaderos baluartes de la mentalidad medieval. Algunos monjes, como los cistercienses, no estaban dispuestos a correr el riesgo de que la belleza formal de las imágenes disipara su vida contemplativa. De ahí la importancia que tuvo la espiritualidad de S. Francisco de Asís basada en la admiración por la belleza natural. Su estética se reflejará en las obras artísticas y en la literatura espiritual de la época.
El arte deja de estar al servicio de las creencias de la comunidad, y la escultura muestra las características generales de racionalidad, sencillez y humanismo. Todo se subordina a la expresión de lo humano: el hombre se convierte en la medida de todas las cosas. Un síntoma de esta medida es ver cómo el tratado medieval de Inocencio III Sobre la miseria del hombre, aparece contrastado en la obra renacentista de Manetti Sobre la dignidad y excelencia del hombre.
El genio renacentista renuncia a la realidad misteriosa, sublime e intuitiva del mundo y, por lo tanto de la sacralidad. Al prescindir del sentido de lo sagrado, el significado de los signos pierde la capacidad de apuntar a la trascendencia; y, en consecuencia, se abandona la discreción del anonimato. Las imágenes aparecen como genialidades personales con la firma que testimonia el talento de su autor: «El artifex se destaca con nombre individual, y la gloria del artista empieza, como una estrella con luz propia, a desprenderse de la constelación gremial» (Plazaola).
El hombre moderno vive convencido de su propia estima y fascinado por los avances científicos. Siente el orgullo de poder pensar e investigar, descubrir, inventar, producir y crear nuevas formas de vida que promuevan su realización como tal hombre. Se considera protagonista de «la mayor revolución progresiva que la humanidad había conocido hasta entonces; fue una época que requería titanes por la fuerza del pensamiento, por la pasión y el carácter, por la universalidad y la erudición» (Engels).
El nuevo perfil estético mantiene la armonía entre la forma naturalista y el estado anímico o subjetivo del artista. La iconografía presenta un arte equilibrado y simétrico que se impone con la fuerza de la belleza formal. Se pierde la perspectiva sobrenatural y el sentido sagrado cede el paso a la imagen religiosa o, como bien advertía Benedicto XVI, a «la imagen devocional», evocadora y alegórica. Este es el momento en que se rompen definitivamente los lazos iconográficos (el cisma se consumó en el siglo xi) de la concepción estética entre Oriente y Occidente.
Sin embargo, no se deberían sobrevalorar las diferencias que, en este sentido, se han ido difundiendo como si se hubieran perdido todos los valores iconográficos. Aunque la Iglesia no haga los encargos artísticos en su totalidad, éstos siguen siendo de carácter esencialmente religioso. Y, a pesar de que el arte tenga como patrocinadores a los nuevos mecenas, la fe sigue manteniendo sus principios básicos. La Iglesia se va acoplando a los nuevos ideales, desarrollando una espiritualidad más personalizada y consciente de que, a pesar de su exaltación humanista, el hombre necesita el auxilio de la gracia para alcanzar la salvación.
Por eso, aunque se pierde el sentido sagrado de las imágenes, la fe «devocional» no se desarrolla al margen del sentido religioso. Más aún, el culto iconográfico mantendrá en determinadas imágenes la experiencia del poder y del ser objetivo de Dios que sigue actuando en el mundo por el impulso del Espíritu en la única Iglesia de Cristo.
Jesús Casás Otero, sacerdote