Me llamo… Bueno, mi nombre no importa. Sirva de presentación que mi mejor amigo, el más fiel, es Jesús, y Él vive en mí.
Siempre estamos juntos. Le gustan mucho las bromas. Reímos y reímos hasta que nos duele la tripa… A veces creo que es un muchacho como yo y como los demás, otras su relación con Dios es tan íntima que… ¡tiene unas cosas!
Un día su padre, José, el carpintero, me dijo que Jesús no era suyo, que pertenecía a Dios.
Estas fiestas de la Pascua nuestras familias peregrinarán a Jerusalén. Irán también nuestros amigos. Él es el que más ilusión tiene, no deja de recordárnoslo cada día. Vamos a la carpintería a preparar el viaje, nos sentamos y, como un anciano rabino, explica las obligaciones de los hijos de la Ley.
Tenía que caminar con nosotros, con los varones, pero va y viene entre las mujeres, pendiente de su madre, y yo tengo que ir detrás de él. Madre e hijo se miran y, sin decirse nada, se entienden.
A lo lejos divisamos Jerusalén. Jesús salta, corre de un lugar a otro feliz y -¿cómo no?- va a besar a su madre… Vemos la ciudad de nuestros mayores, cantamos: Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén.
Al entrar en el templo me sugiere que para rezar no use muchas palabras, mejor es callar y escuchar al Padre.
Nunca había visto tanta gente y, sin embargo, parece que estamos solos Jesús y yo… No entiendo a dónde me lleva, ni por qué, ni la mayoría de las cosas que dice, pero no puedo despegarme de Él.
Delante del sacrificio de un cordero, me susurra que Él será el Cordero sacrificado por la redención del mundo… Es difícil seguir a Jesús, pero ¡nadie me hace tan feliz!
Mira al tabernáculo, recorremos con emoción las estancias. Pedimos por Israel, por los gentiles. Una vez más no comprendo a qué se refiere al insistirme que ore por el dolor que sentirán José y su madre.
Recorremos las calles de la Ciudad Santa… Las llama mi via crucis, y, en confidencia, me revela que debe renovar la ofrenda de sí mismo.
Y llega lo más inexplicable: me pide -sólo a mí- que no regresemos con la caravana y nos quedemos en el templo. Pero debo marcharme con mis padres… Y sin embargo no puedo negarle nada al amigo que tanto amo… Me fío, siempre sabe lo que hace.
Nunca había dormido en la calle, tengo frío… Estoy con Él, y es lo único que me importa. Pienso en el disgusto de mi familia, y en esa madre a la que Jesús tanto ama cuando la mira de esa manera. Tampoco Jesús duerme.
Estamos sin comida. Me duele el estómago, y no de risa sino de hambre. En un huerto recogemos aceitunas. Al marcharnos se despide del olivo como quien dentro de unos años regresará a ese lugar.
Llora al contarme como estará sintiéndose su madre… María puede pensar que ha sido una mala madre y que por eso se han escapado… Estos tres días anuncian su propia Pascua y declaran que el centro de su vida es la voluntad del Padre.
Jesús me necesita a pesar de mi incapacidad. Recuerdo la queja del profeta Jeremías: "¡Ah, Señor Yahvé! Mira que soy un muchacho" (…) No digas "soy un muchacho", pues a donde quiera que yo te envíe irás, y todo lo que te mande dirás (Jer 1, 6-7).
En el templo hay un grupo de doctores de la Ley. Jesús se coloca en medio... ¿Qué hace? ¡Esto no es la carpintería! Esos hombres son muy importantes, ¡y no son un grupo de adolescentes!
Habla, sin temor, de Dios y con tanta familiaridad que un rabino se impacienta. El más anciano le detiene. Todos escuchan con asombro sentados a los pies de mi Amigo.
Una mujer se abre paso. ¡Es la madre de Jesús!, ¡es María!… Jesús continúa como si no estuviera… Ella espera a que termine de hablar. Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos buscado angustiados (…) ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre? (Lc 2, 48.49).
Y con la Señora ante mí comprendo, ahora comprendo… Un día la madre de Jesús será mi Madre, y yo quisiera mirarla como la mira mi Amigo.
Ignacio María Doñoro, sacerdote