El sonado caso del Sr. Errejón parece que ha conmocionado y sorprendido a muchos y ocupa los medios y las redes como si fuese el más importante de los temas de nuestra actualidad. Sin embargo, es un caso más de un fenómeno antiguo y de permanente presencia. Nihil novum sub sole. Lo he llamado, en algunos artículos anteriores, el Neofariseísmo. Se resume esta moral en aquel famoso mandato de haced lo que yo diga, pero no lo que yo haga. El Neofariseísmo es general, pero está especialmente arraigado en la progresía intelectual, mediática y política (incluyo aquí a gran parte de los partidos de la derecha).
Paul Johnson, en su ya clásico ensayo Intelectuales, estudia las figuras de los padres fundadores del pensamiento humanitarista, progresista y laico (Rousseau, Marx, Tolstoi, Russell, Sartre…) adentrándose en sus ideas y biografías. Todos tienen en común una total disfunción entre lo que predicaron y lo que vivieron. El padre de todos ellos, Rousseau, vivió siempre a la sombra de gente rica y abandonó a varios hijos en la inclusa. Marx deja embarazada a una criada -pagada, como casi todos sus gastos, por su amigo Engels-, a la que abandona a su suerte.
¿Qué nexo unía a todos estos ideólogos? La elaboración de una moral laica supone desligar sus preceptos de la ley natural y establecer su fundamento en el hombre mismo. ¿Quién dicta las normas? Una minoría ilustrada, iluminada, que posee el conocimiento y lo transmite al pueblo. Si la moral no tiene una raíz trascendente y son normas cambiantes, adaptadas a las circunstancia, útiles, el iluminado se da por satisfecho con que esas normas afecten al pueblo y sean útiles para el mantenimiento del orden social. Por lo demás, en su vida íntima, sigue los impulsos del hedonismo y el propio interés. Las normas son para el pueblo, no para ellos. En el terreno político, que tiene mucho que ver con el intelectual, todos los grandes líderes revolucionarios -Mao, Stalin, Hitler, Castro- han despreciado al pueblo.
Este Neofariseísmo en las últimas décadas acentúa un matiz que ya le era propio: el Formalismo. Se convierte esta moral en extremamente formalista, con la ayuda del poderoso instrumento que es la Red. No importa lo que seas, sino tu imagen, en este caso multiplicada y difundida hasta lo infinito. No importa lo que hagas; solo lo que salga en la pantalla. Se obedece a una serie de consignas -más que normas- y si estas consignas se rompen y ello sale a la luz pública, por las todopoderosas redes, el sujeto está condenado. Los medios y las redes se encargarán de lapidarlo en la plaza pública y quedará estigmatizado para siempre.
El Cristianismo, por el contrario, sabe que el hombre está siempre en presencia de Dios y que «nada hay oculto que no llegue a descubrirse ni nada secreto que no llegue a saberse». Considera al hombre pecador (está lejos del optimismo antropológico ilustrado), pero abierto a redimirse ayudado por la Gracia.