Los detractores del matrimonio siempre tratan de representar esa unión como un obstáculo que impide desplegar el espíritu aventurero. Según ellos, el matrimonio es algo demasiado aburrido y rutinario, donde no hay lugar para el riesgo, la improvisación y la sorpresa, y donde todo transcurre en la más insulsa monotonía. En cambio, nos presentan la promiscuidad como una aventura llena de proezas fascinantes, y en la que toda persona valiente y atrevida debe entrar para demostrar su valor. Cada vez más gente cree en esta ilusión, sobre todo desde que cierta élite la subvenciona para llevar a cabo sus planes demográficos.
La más ligera reflexión basta para convencerse de que es exactamente todo lo contrario: el matrimonio es la verdadera aventura, mientras que la promiscuidad es lo más opuesto a ella que se puede imaginar. Y es que, para empezar, no hay aventura sin un problema; de hecho, una aventura es eso que ocurre cuando buscamos la solución de un problema sacrificando momentáneamente nuestra paz. Es, por lo tanto, exigente y comprometedora. Ninguna de estas condiciones se dan en la promiscuidad, porque ésta consiste precisamente en no involucrarse demasiado para tener siempre una salida despejada, no afrontando jamás la contrariedad y huyendo al primer atisbo de dificultad que se le presente. Como saben que el amor es exigente, y que una vez impulsados por su fuerza no les va a dejar retroceder ante las dificultades, los promiscuos prefieren no amar y permanecer así en la pasividad de una vida aséptica. Como se ve, no tiene nada de aventurero, heroico o valiente.
En el matrimonio sucede lo opuesto. Un hombre y una mujer se aman y deciden arriesgarse a descubrir sus defectos, porque creen que no hay problema que ese mismo amor no pueda resolver. En el momento en que comienzan a aparecer esos defectos incómodos, justo allí donde el promiscuo se rinde y cambia de persona huyendo del problema, el matrimonio comienza su aventura.
Pongamos el caso del matrimonio de Juan y Ana. Cuando se enamoraron sabían que surgirían conflictos y adversidades, y que descubrirían en el otro defectos que entonces permanecían latentes y que sólo el tiempo y la confianza sacarían a la superficie. Pero el amor era tan fuerte que no temieron comprometerse y afrontar todos los posibles inconvenientes que salieran al paso. Ahora, pasados los años, y cada vez que han tenido una discusión reciente, Juan define a Ana como «experta en suspiros reprobatorios»; por su parte, ella dice que ha perdido toda su admiración por las pirámides de Egipto desde que conoce a Juan, vista la extrema habilidad que éste posee para formar la misma estructura faraónica en el cubo de la basura, sólo para no verse obligado a bajarla.
Muchos otros defectos se han descubierto mutuamente, pero estos defectos, lejos de amenazar su vínculo, no hacen más que probar su consistencia, como una piedra de toque que calibra la pureza de su matrimonio. El número y la gravedad de los problemas son afrontados desde un amor desafiante, que tuvo la audacia de creerse más fuerte que esos problemas, que juró vencerlos incluso antes de conocer su naturaleza, y ahora ese amor, en cada nueva victoria, siente crecer su vigor y ahondarse sus raíces hasta profundidades ignotas.
Lo fácil para ellos hubiera sido no comprometerse, utilizarse mutuamente para satisfacer su libido y abandonarse desde el mismo momento en que algo amenazara la sórdida paz del trueque; pero, ¿dónde estaría entonces la aventura? ¿Dónde el desafío, el valor y el heroísmo? Creo que la persona que comenzara a leer una novela de aventuras se sentiría estafada si los protagonistas, al primer indicio de una dificultad, se negaran a enfrentarse a ella, retrocediendo y buscando el camino más cómodo y asequible.
Ahora los defensores de la promiscuidad parecen haberse dado cuenta de que el desenfreno sexual que promueven pierde su capacidad de atracción por falta de ese carácter romántico y aventurero que tiene el amor. Por ese motivo han recurrido al neologismo y han llamado «poliamor» a la promiscuidad, creyendo que con ese señuelo captarían a algunos indecisos. Desde luego que cada uno es libre de llamar, por ejemplo, «baile» a un ataque epiléptico; sin embargo, debemos advertir a cualquiera que lo haga que la epilepsia seguirá siendo una enfermedad. Del mismo modo, los modernos están en su derecho a hacer el ridículo llamando «poliamor» a la promiscuidad, pero ésta no dejará de ser una enfermedad espiritual. Por otra parte, es inútil ponerse a crear neologismos cuando ya existen palabras para definir su desorden, tales como «ninfomanía», «lujuria», «concupiscencia» o «lascivia».
Creo y confío que cuanto más se intente imponer y oficializar este desorden sexual, más jóvenes verán en el matrimonio una heroicidad digna de sus almas. El intento mal disimulado de los partidos progresistas por fomentar la promiscuidad sólo logrará conferir al matrimonio un aire contestatario y transgresor que antes no tenía, haciendo que los jóvenes se sientan atraídos por él. El matrimonio cobra así un nuevo atractivo, porque a los desafíos que de por sí debe enfrentar se unen la hostilidad del mundo, de la moda, de las ideologías y de los poderes fácticos. Hasta el lugar donde debe celebrarse, la iglesia, se ha convertido, por el escarnio y la persecución a los que está sometida, en el lugar ideal para comenzar una comprometedora aventura llena de peligros y acechanzas, ya que los mismos que intentan destruir la Iglesia católica sólo logran que adquiera un aire clandestino que le añade un encanto primitivo.
Los jóvenes deben saber que cuantos más obstáculos inventen los poderes fácticos para impedir que se unan con una persona del otro sexo, que se casen, que lo hagan por la Iglesia, que tengan hijos y que los eduquen como cristianos, tanto más extraordinaria será la odisea y gloriosa la victoria. La historia les ha dejado el escenario perfecto para demostrar su valía, y la historia misma juzgará qué hicieron en esta hora decisiva. Depende de ellos elegir entre el heroísmo y la mediocridad.