Van quedando atrás los sopores del estío, y vemos cómo este otoño en un octubre primerizo, dibuja el horizonte con colores serenos, alfombra nuestros caminos con las hojas de los árboles rendidas ante el paso del tiempo, y las cumbres que nos presiden acogen tímidas las primeras nieves que apuntan maneras. Es el ambiente casi mágico que se brinda a nuestra mirada cuando llega esta fecha emblemática de una festividad entrañable para todos nosotros: la Virgen del Pilar.
Nos dice una tradición inmemorial que el apóstol que más lejos llevó su andanza evangelizadora fue Santiago el de los Zebedeos, hermano de Juan. Llegó al Finisterre más lejano del orbe conocido entonces. Pero se desfondó ante la resistencia indiferente de sus oyentes romanos ibéricos ante el mensaje del Evangelio del que era portador. Santiago tenía un mote derivado de su temperamento fogoso y rompedor: el hijo del trueno, en arameo: «Boanerges». No obstante, este hijo del trueno quedó fulminado ante el rechazo de aquellos hispanos, y aparecerá hundido y lloroso a orillas del río Ebro en la Césaraugusta de entonces, la Zaragoza actual. Será allí, en el mar de su llanto donde recibirá el apoyo materno de María que sobre un pilar de piedra pondrá ánimo y esperanza en el desencanto desesperado de aquel intrépido apóstol, que será el primero en entregar martirialmente su vida, cuando regresando a Jerusalén sea decapitado por el rey Herodes Agripa hacia el año 42 de nuestra era cristiana.
Todos tenemos esa experiencia de agotamiento que nos desfonda, cuando estamos ante desafíos que nos desbordan y amilanan por la desproporción del reto ante nuestras fuerzas escasas y desgastadas. Pero también sabemos lo que supone de alivio y rearme, contar con una palabra sincera, con una mano amiga, que nos presta su mirada capaz de traspasar nuestras nieblas en un momento dado de nuestra vida. Esto fue María para el apóstol Santiago, y es lo que le pedimos también nosotros a la Pilarica.
Quizás son otros hoy los retos que ponen a prueba nuestras certezas y convicciones ante tantos horizontes inciertos y desabridos cuando nos asomamos a los desafíos que nos imponen las trifulcas de las malas políticas con sus intereses y mentiras, las guerras mundiales que nos diezman y enfrentan, las dictaduras que cercenan nuestras libertades, las pruebas económicas y laborales, las enfermedades que nos asustan. Tantos frentes que por un motivo o por otro nos obligan a sentarnos bajo el puente de nuestras aguas turbulentas, mientras pedimos sin palabras la paz que nos devuelva el sosiego y la confianza que abre el horizonte. Es lo que hemos pedido por intercesión de María en la oración principal de la Misa hace un momento: fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor.
Pero en este día del Pilar, tiene para nosotros una remembranza inolvidable cuando dos horas después de la medianoche de un 12 de octubre de 1492, se oyó desde embarcación de La Pinta el famoso grito de Rodrigo de Triana: «¡Tierra a la vista!». Era una de las islas del pequeño archipiélago de las Bahamas, que en la lengua local se llamaba Guanahani, y que la expedición española bautizaría como San Salvador.
Fue un verdadero descubrimiento en dos direcciones: ellos hallarían el nuevo mundo del continente americano, y los lugareños descubrirían otro modo de ver y vivir las cosas al contacto con la cultura castellana y la fe cristiana que pudieron acercar sin los aspavientos que la leyenda negra ha querido achacarnos en una injusta descalificación de la gesta descubridora. El derecho de indias y la propuesta cristiana prevalecieron en tan grande medida, que la epopeya se resolvió en un verdadero mestizaje, algo patente en todo el hemisferio sur desde México hasta Chile con un abrazo que nos ha hecho hermanos, y el título que aquellos pueblos tributan hacia España como la «Madre Patria».
Hay una célebre frase atribuida a Federico García Lorca que dice que «el español que no ha estado en América, no sabe lo que es España». Y América sin España no se entendería en toda su vastedad y belleza heredada. Fue la lengua, la cultura, las leyes y la fe. Todo eso que se fue encauzando con la creación de ciudades y poblaciones que vieron crecer una arquitectura urbana colonial única, universidades donde el pensamiento, las artes, el derecho, la literatura y la teología abrieron horizontes insospechados; la liberación de algunos estilos ancestrales que producían sometimiento y muerte con prácticas religiosas basadas en el miedo y la superstición. Sin duda que también se dieron excesos por parte de descubridores con ansias usurpadoras de riqueza, ademanes de desprecio humillante, pretensiones de poder sin mesura. Pero el resultado global, y el que queda en los anales de la historia, es la positiva epopeya descubridora de España en aquellos lares.
Otros lugares del continente americano no tienen ese mestizaje, quedando tan sólo alguna reserva india para mostrar a los curiosos o como extras para películas sobre el lejano oeste, pero allí no hubo mescolanza de lo que supone abrirse al diálogo, al mutuo enriquecimiento cultural, a la permeabilidad de tantas cosas buenas y bellas que de aquellos aborígenes americanos se podía aprender y a los que pudimos también enseñar.
Por eso resulta anacrónico, obsoleto e hiriente que haya mandatarios de las naciones que se enganchan al discurso populista antiespañol con el que pretenden borrar cinco siglos de convivencia enriquecedora y pacífica, incluso en los momentos de la independencia de la Corona de España. Esta bronca distraidora es el comodín de nuestra época, cuando se quieren tapar las vergüenzas, disimular las carencias y exhibir el rencor resentido por el bien que se les ha hecho en un mestizaje fraterno. Dan grima y producen encono estos advenedizos mandamases que conculcan los derechos de sus súbditos, niegan la libertad con leyes liberticidas, aplican la mordaza que censura y llega al asesinato de los disidentes de sus ideologías y poderíos, desde una manifiesta ignorancia inculta demasiado sobrada de soberbia y demasiado hinchada de gobernanzas fallidas.
En este contexto mariano de la Virgen del Pilar y en el recuerdo de la hazaña descubridora de América por parte de la Corona de Castilla, por España, tenemos también un motivo de agradecimiento a la Guardia Civil, nuestra querida Benemérita en el día de su Patrona. No hay ámbito en donde su buen hacer se haga presente para asegurarnos la convivencia pacífica, defender nuestras fronteras ante los enemigos internos o externos de la Patria que pretenden dilapidarlas, poner orden y justicia ante los amaños torticeros de quienes mienten a sabiendas y manosean el estado de derecho en su pretendida impunidad. Ahí están nuestra Guardia Civil salvando gente en la montaña, en la carretera o en nuestros mares, pagando el alto precio de su propia vida, como todos bien sabemos. Persiguiendo al que delinque, sea quien sea. Y garantizando con su prestigio eficaz que la convivencia sea posible desde la justicia bien fundada.
Por eso, el día de la Hispanidad es una fecha para una remembranza agradecida, y con la Virgen del Pilar brindar por el significado del abrazo con tantos pueblos hermanos y queridos, por encima del coyuntural despotismo de algunas dictaduras de banana. Un día para agradecer el buen servicio de la Guardia Civil junto a otras instituciones gemelas de nuestras fuerzas de seguridad.
Por todo ello, felicidades. Y que la Virgen del Pilar esté siempre a nuestro lado para cambiar nuestros pesares por el brindis de alegría en la esperanza que no defrauda.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo