Es difícil valorar la desfachatez de los indignos dirigentes políticos sin juzgar repugnantes sus propias contradicciones: al mismo tiempo que legalizan la blasfemia y pactan eliminar el delito contra los sentimientos religiosos a través del cretinismo y absolutismo parlamentario, exigen (como ocurre en Cádiz) que abran las puertas de los conventos cerrados a quienes más lo necesiten: arrinconan a los cristianos desde la imposición ideológica instaurando por ley un laicismo de cuño totalitario y nos hacen además culpables del mal del mundo por no entregar los bienes a quienes ellos decidan; al mismo tiempo que no será delito injuriar al Rey ni la ofensa a los sentimientos religiosos, se aumentarán las medidas para controlar a los medios de comunicación que no gustan en Moncloa, eso denominado como «pseudomedios»; al mismo tiempo que se privilegian y se invocan derechos para ciertos colectivos afines al poder, no se cuida la primacía de la persona, que trasciende el bien común porque no se agota en la sociedad, negándose «de facto» la supuesta igualdad de derechos.
Los ideólogos más radicales han conseguido viejas reivindicaciones sectarias, como hacer domesticable la asignatura de Religión católica, reducida a la mínima expresión, y exaltar el derecho a la libertad de expresión vinculado a la libertad de conciencia entendido como rechazo hacia cualquier antropología de la vida, especialmente cristiana, distinta a la de la propia ideología. A través de semejante «comprensión secularizada de la democracia» y del mecanismo de dominación ideológica estatista, se instaura por ley un laicismo de cuño totalitario, se voltea la política de convivencia ente españoles en favor de la imposición de una hegemonía ideológica que vacía de contenido práctico cualquier mandato constitucional de cooperación entre el Estado y la Iglesia.
Vivimos bajo la encarnación de una política abiertamente inmoral y presta a sacrificar lo que fuere para satisfacer su propia ambición, alejada del bien común; bajo la tiranía del hombre capaz de vivir más allá del bien y del mal, porque descubre que el poder, lejos de poner límites al mal lo fomenta; presos sumisos de un sector que repudia la estructura jurídica-jerárquica de la Iglesia para imponer sin complejos sus propios dogmas por medio de la degradación última de la sociedad instalada en las actuaciones de sus dirigentes políticos, incapaces de respetar la ley y la conciencia moral.
En ausencia de un fundamento metafísico o trascendente de la persona y de la sociedad humana, el individuo encuentra absurdo sacrificarse por el bien común de unas generaciones futuras con las que no tendrá ningún vínculo y a las que nada deberá. Expulsado así el cristianismo y cualquier fundamento metafísico, parecen existir dos tipos de seres humanos; el primer tipo, que es el mayoritario, y se ajusta a las normas morales, mientras el segundo tipo, que es minoritario, y que, en su ceguera y orgullo, cree que puede saltarse las normas cuando lo considere oportuno porque tiene el poder, es más, se cree con el derecho a estar por encima de ellas y no se deja limitar por cualquier instancia superior a sus deseos, actuando en función del propio cálculo y capricho personal.
Ahora bien, es necesaria otra advertencia más significativa. El ateísmo político no encuentra apenas resistencia en la jerarquía de la Iglesia, como si los males destapados en la Caja de Pandora no tuvieran nada que ver con ella, abdicando y decayendo así en la prudencia, permitiendo que el pueblo deje de sentirse firme y desconozca los límites del bien y del mal. Sería saludable que las instituciones con un patrimonio ético fundado en la religión reaccionaran cuando ven que lo que ellas consideran grave inmoralidad sea permitido por ley, no sea penalizado o se le dé cobertura jurídica. Un Estado democrático no puede legislar sin tener en cuenta a las comunidades morales que existen en la sociedad, ni puede moverse en un positivismo jurídico que rechace un discernimiento previo sobre la moralidad de una ley.
Decía Rafael Gambra en El silencio de Dios, que «todo lo que la devoción, el amor y el sacrificio de los siglos de fe han hecho nuestro, y han transfundido de valor sagrado por haber hablado de Dios a generaciones sucesivas, es objeto del desdén y aun de la fobia del progresismo actual». En realidad, la verdadera y única blasfemia consiste en enmendar la plana a Dios, cuando la libertad se independiza de su Creador y pretende arreglar su pequeño mundo saltándose cualquier restricción moral. Produce mayor placer y locura si esa razón instrumental se construye contra el cristianismo, porque entonces los razonamientos que se rumian en la soledad del tabuco justifican la existencia de hombres superiores que están por encima del bien y del mal, de la conciencia y de los buenos sentimientos.
El Observatorio para la Libertad Religiosa y de Conciencia publicaba un informe en el que se recoge que 21 de los 27 estados miembros de la UE sancionan las ofensas a los sentimientos religiosos de los ciudadanos, saliendo gratis a partir de ahora «mofarse de las personas que practican una religión», negándose de esa manera el derecho a la libertad religiosa. En la medida en que un Estado imposibilita la principal y más básica de las libertades, como es la libertad religiosa, pierde legitimidad. Cuando la autoridad pública rebasa su competencia y oprime con leyes dictadas desde la ideología, callar el atropello contra el abuso de autoridad, lejos de hacernos mejores nos hace cómplices del mal.
Roberto Esteban Duque