Cuando te encuentras con el Señor, comprendes que tienes que cambiar de vida y, deseando amarle de veras, surge la pregunta: ¿Qué puedo hacer por ti, Dios mío?
Obtendrás siempre la misma respuesta: nada, quédate quieto, no hagas nada. Mira la necesidad imperiosa que tienes de mi gracia y presencia.
Jesucristo irrumpe y toma la iniciativa, para hacer realidad el designio amoroso del Padre. Es una nueva encarnación. Dios pide cobijo para hacer nuevas todas las cosas y ser centro y razón de la existencia: El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido (Lc 19,10).
Después surge el deseo de dejarme hacer por el Señor: «Y si eres obra de Dios, contempla la mano de tu artífice, que hace todas las cosas en el tiempo oportuno, y de igual manera obrará oportunamente en cuanto a ti respecta. Pon en sus manos un corazón blando y modelable, y conserva la imagen según la cual el Artista te plasmó; guarda en ti la humedad, no vaya a ser que si te endureces, pierdas las huellas de sus dedos (…). Mas si endureciéndote rechazas su arte y te muestras ingrato a Aquel que te hizo un ser humano, al hacerte ingrato a Dios pierdes al mismo tiempo el arte con que te hizo y la vida que te dio: hacer es propio de la bondad de Dios, ser hecho es propio de la naturaleza humana. Y por este motivo, si le entregas lo que es tuyo, es decir, tu fe y obediencia a Él, entonces recibirás de Él su arte, que te convertirá en obra perfecta de Dios» (San Ireneo: Contra herejes, 4, 39, 2).
El barro no puede modelarse a sí mismo, ni decirle al alfarero lo que debe hacer. Es polvo mezclado con agua: somos polvo, y el agua es el Espíritu de Dios que genera vida sobrenatural.
El Alfarero tiene un plan perfecto. Trabaja con paciencia la arcilla y modela tiernamente las formas. Si le doy permiso, cumplirá su voluntad. Usará también manos de padres, maestros, amigos… Incluso, de aquellos que nos hicieron daño.
Acepta y vive con el Señor lo que acontece: sucesos buenos y menos buenos, sin perder la paz. Si estamos llenos de nosotros mismos, Dios no puede llenarnos; si no estamos llenos, no podemos dar nada a otros.
Si alcanzáramos a ver la vasija terminada que Dios sueña, nunca le desobedeceríamos, y dejaríamos que fuera todo en nosotros. Si el barro se endurece, ya no puede ser modelado… y el cielo, sin ti, no será el mismo…
Vasija de Dios, no serás vasija de amor si no pasas por el horno: por las llamas del Corazón de Cristo y el fuego por el que tu Alfarero ya ha pasado. Fuego de la cruz, que fortalece el alma, y lleva la impronta inconfundible de su Creador.
Cristo hace gozar y sufrir, consuela e inquieta, apoya y contradice. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 10,39).
Para que Él actúe hay que renunciar a ser algo en la vida, y ser para los demás.
Ignacio María Doñoro, sacerdote