Las analogías entre los sentidos corporales del hombre y su sentido moral son inmensas. Siempre puede descubrirse una secreta correspondencia en lo que les sucede a ambos; siempre se puede extraer, hecha abstracción de algunas diferencias, un punto de reunión. Lo que se cumple en los sentidos corporales se cumple, de alguna forma acorde a su naturaleza, en el sentido moral.
Una de esas analogías consiste en la capacidad de aclimatación con que ambas acogen las privaciones del bien que les corresponde, algo que notamos de una forma más palpable en los sentidos corporales. Lo experimentamos con la vista, por ejemplo. Entramos en una habitación oscura y nos ciega en un primer momento, no vemos delante de nosotros más que una masa compacta de negrura que drena súbitamente toda la luz que traíamos con nosotros. Sin embargo, unos minutos después todo cambia. Comenzamos a vislumbrar algo. Las sombras parece que se disgregan, y la oscuridad comienza a agujerearse permitiendo que la luz se cuele en finos hilos que serpentean sin aparente orden por toda la habitación. Diríase una barquita escopeteada en alta mar. Al cabo de cinco minutos ya no nos parece tan pésima la iluminación, y si permaneciésemos allí durante una semana, nos parecería finalmente que era la luz exterior la exagerada.
Con el olfato sucede los mismo. A fuerza de sentirlos, tanto los olores buenos como los malos se nos hacen insensibles pasado un cierto tiempo. Las flores no pueden olerse sostenidamente sin que nos nieguen tarde o temprano su perfume. ¿Y qué les pasó a esas personas que han descuidado su higiene y desprenden habitualmente cierto hedor con total inadvertencia? Simplemente que un día o dos en que notaron su mal olor no le pusieron remedio. Esa fue su única negligencia. Un día, al despertarse, notaron que el mal olor había desaparecido, y en parte tenían razón. Lo que no sabían es que no había desaparecido para los demás.
El sentido moral tiene también su capacidad de adaptación, su flexible margen de normalidad. Pasado cierto tiempo el mal se desdramatiza, pierde su estridencia real y se hace familiar al hombre, que acaba por suavizarle el trato. Nos «hacemos» al mal, con todo lo que ese verbo pronominal tiene de metamorfosis pasiva. Es, por otra parte, una constante en la historia del ser humano. Cada generación lleva un paso más allá el límite de inmoralidad que la generación anterior se marcó, y por ese satánico relevo el mal va ganando terreno y ensanchando su imperio por todo el mundo.
Podemos constatar este hecho con un ejemplo reciente: la indiferencia o incluso alegría con que muchos católicos han aceptado la Declaración Fiducia Supplicans que permite la bendición de parejas homosexuales. La analogía de la que hablo se cumple aquí a la perfección. Si esos católicos se hubieran topado con la Declaración bruscamente hace veinte años, no habrían visto en ella más que oscuridad, y hubieran notado su mal olor incluso antes de leerla. Pero no ha sido así. ¿Y por qué? Simplemente porque el sentido moral de esos católicos ya se ha hecho a la falta de luz y al mal olor. Llevan ya una década larga habituados a las ambigüedades, a las medias verdades, a los equívocos, al elogio de los heresiarcas, a la impunidad con la que algunos religiosos contradicen la doctrina católica. Toda esa oscuridad se ha ido introduciendo en ellos lentamente, y ahora un poco más apenas les afecta.
¿Y qué pasa con los católicos que no hemos podido sufrir esa falta de luz, que no nos hemos acostumbrado a las sombras? ¿Acaso somos naturalmente mejores o nuestro sentido moral está constituido de otra forma? Ni mucho menos. También nosotros, como todos los hombres, tenemos esa natural inclinación a adaptarnos al mal y a perder gradualmente su sensación, a conformarnos cada vez con menos bien, a ser diplomáticos con el diablo. ¿Entonces? Pues que sabemos que precisamente por esa tendencia Dios se ha revelado y nos ha dejado fijadas para siempre las líneas que separan la luz de la sombra, el bien del mal, la verdad de la mentira. Por eso, tomando como referencia esa Revelación, y no nuestro elástico sentido moral (corrupto tras el Pecado Original), contrastamos si una cosa es oscura o luminosa.
No nos fijamos, para tener un criterio, en la mayor o menor aceptación que las relaciones homosexuales tienen hoy en día. Ese no es un criterio fiable. Por más que repaso los diez Mandamientos, «Te adaptarás a los tiempos» no aparece en la lista. Leo en Gálatas: «si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema». Pero, al menos en la edición que yo manejo, no se añade entre paréntesis al final: «excepto en el siglo XXI».
Lo que sí aparece con insistencia, tanto en las Escrituras como en la Tradición, es la condena del acto homosexual. Los Padres de la Iglesia, los Doctores, los santos, los Papas, los Concilios; todos unánimemente condenaron ese pecado y lo trataron como algo nefando. Quienes invocan los tiempos para intentar excusar o promover una mitigación de esa condena, no parecen entender que si San Pablo condena la sodomía en sus cartas, es precisamente porque en sus tiempos también era más o menos habitual. No tendría sentido haber condenado un acto que nadie practicaba ni conocía.
Por lo tanto, ¿qué quieren decir aquellos católicos que, para cohonestar el acto homosexual, nos informan de que los tiempos han cambiado? Quieren decir que como ese acto es ahora más frecuente, y como ha sido aceptado por una sociedad que en su mayor parte ha renegado de Cristo, debemos por ese mismo motivo aceptarlo.
Los católicos que piensan así creen en un Dios contradictorio, equívoco y engañoso. Creen que Dios dejó fijadas en muchas partes de sus Escrituras y con insistencia en la Tradición una ley moral que sin embargo era provisoria, y que quedaría anulada llegado el momento. ¿Y qué signos creen que ha dejado Dios para indicarnos que ese momento ha llegado, a quién creen que ha enviado para que reconozcamos en él al legítimo derogador de sus palabras? Esto es quizá lo más impresionante. Creen que el signo de que ese momento ha llegado es precisamente que nos encontramos en los tiempos de una general apostasía, y que los hombres a los que ha confiado la derogación de sus leyes son los mismos que han renegado de Dios y tratan por todos los medios de borrarlo del corazón del hombre.
No para anular la ley antigua, sino tan sólo para explicarla y hacerla cumplir, Dios mismo tomó nuestra carne, dejó un reguero de milagros y de sangre a su paso y murió finalmente en la cruz. Tan importante y decisivo le parecía dejar una señal evidente de que era Él mismo quien tocaba su ley, aunque fuera tan sólo para levantar su velo. ¿Debemos creer que ahora, no para descubrir su ley, sino para impugnarla y rechazarla por completo, nos envía a un puñado de teófobos miserables y a unos sacerdotes intoxicados de ideologías mundanas? No parece el modo de proceder de Dios, y para decirlo sinceramente, nos parece más el estilo de Satanás.
Por supuesto, quienes hemos seguido creyendo en la palabra de Dios –sea la que dejó escrita o la que nos hizo llegar a través de sus santos– nos hemos convertido ahora, sin movernos del lugar, en unos exagerados y tremendistas. Estamos aquí, donde siempre, a plena luz del día, pero a ellos les parece una luz drástica y cegadora. En vano les abrimos los libros santos para que vean la claridad con que Dios condena lo que ellos quieren bendecir; con la mano adelantada contra la luz y los ojos apenas abiertos nos piden que volvamos a cerrar esos libros, como el viejo prisionero de un zulo que pidiera a su libertador volver a cerrar la puerta. Por más que acercamos a sus rostros las flores de la Tradición, no pueden soportar su aroma, es una fragancia demasiado delicada y fina para su olfato embrutecido por la hediondez moderna.
Y sin embargo, nuestro deber es seguir insistiendo por caridad, «a tiempo y a destiempo», para que aquellos que han perdido el sentido de la orientación moral, y se han dejado embaucar por las sombras y la pestilencia de este mundo, vuelvan a tener una regla fija e inmutable a la que poder acudir cuando todo cambia y da vueltas a su alrededor. Para que esos católicos dejen de tomar como referencia la oscuridad de nuestra época y comiencen a fijarse en Aquel que dijo: «yo soy la luz del mundo»; para que dejen de tomar como referencia el hedor de nuestro siglo y digan con San Pablo: «Somos el buen olor de Cristo».