Quisiera contaros algo muy hermoso sucedido en la Academia de Oficiales de la Guardia Civil de Aranjuez, Madrid. Estaba en el despacho y ha venido un cadete a confesarse. Se transmitieron la felicidad que habían experimentado, minutos después llegó otro, y una hora después un tercero.
“La gracia nos hace graciosos”. La gracia de Dios genera una felicidad indescriptible que contagia a los que están a nuestro lado. Al tener un corazón nuevo y un Espíritu nuevo, eres capaz de perdonar y amar a todos, incluso a aquellos que te han hecho daño: “nos hace graciosos.” La alegría de la gracia no hace ruido, es hija de la paz.
Para recibirla debo asumir mis errores. No hay ningún pecado que limite su misericordia. Y después, con humildad -y esto es ciertamente difícil- perdonar lo que Dios ya me ha perdonado: si Él olvidó mi pecado, debo reconciliarme con mi persona.
Quizás todo esto suene extraño para algunos. Decía el papa Pío XII que estamos perdiendo la conciencia de pecado y de la culpa. Recordaba Juan Pablo II que el problema del hombre es que está perdiendo la conciencia y esto conduce a la destrucción a la pérdida de la capacidad de discernir el bien del mal y poder obrar en consecuencia, el no poder distinguir dónde está la verdad. Cuando secuestramos la verdad nos convertimos en nuestros propios esclavos. Diría el escritor G. K. Chesterton “la mentira es una verdad que se ha vuelto loca”.
Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonar nuestros pecados y purificarnos de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros" (1 Jn 1, 9-10).
El pecado afecta directamente a Dios, roba al hombre su dignidad, nos desorienta, nos quita hasta las ganas de vivir… Pero donde no hay conciencia de pecado, ya no hay necesidad de Redentor, ya no necesitamos a Dios. Y Jesucristo es únicamente un reformador social y, en consecuencia, la Iglesia, tan sólo, una ONG.
Si pudiera revivir mis pecados como los ha vivido el Señor -rezaba San Ignacio…Si pudiera, mirando al Crucificado, darme cuenta de que su pasión y muerte han sido por mi culpa…
Me pregunto si los sacerdotes estamos en los confesionarios para administrar el sacramento de la Reconciliación, si nos preocupamos en provocar esta fiesta de la gracia y que la Iglesia sea sacramento de la sonrisa de Dios. No nos suele gustar que nos digan los feligreses que estamos equivocados…Se es un buen confesor cuando se es un asiduo penitente.
Os invito a confesaros como estos tres cadetes de la Academia. A tener un corazón nuevo, contagiando a todos vuestra alegría; a celebrar la gran fiesta de la gracia divina…
Cristo me perdona, amándome con un inmenso abrazo, y desea hacer su obra, la mayor obra divina por excelencia: hacer del pecador un santo.
P. Ignacio María Doñoro de los Ríos, sacerdote