Trinidad Jiménez (PSOE), Eduardo Madina (PSOE), Celia Villalobos (PP), Pere Macías (CIU), Emilio Olabarría (PNV), y Joan Tardá (ERC) son los nombres, hasta la fecha, de los políticos que se han mostrado consternados por las palabras de Mons. Martínez Camino sobre las consecuencias que tiene, para un católico, el apoyo a una ley de aborto como la que se va a someter a votación en el Parlamento Español. Ya pueden imaginar las lindezas con que se han despachado los arribafirmantes contra el portavoz de la Conferencia Episcopal Española: intromisión de la Iglesia en las decisiones de los políticos, retorno de la Inquisición, amenazas más propias de hace sesenta años, y el disgusto que, según su hijo, se ha llevado la pobre madre de Tardá, una ferviente católica. Uno imagina a Trinidad Jiménez llorando desconsolada junto a la puerta de los Jerónimos, mientras responde a la ancianita que se ha detenido para consolarla: “lloro porque no me dejan comulgar. Yo, que he comulgado diariamente durante más de treinta años, me veo privada, por mis pecados, del Pan de Vida”... Luego, uno se despierta y vuelve a la realidad: a estos políticos, el no poder comulgar se la refanfinfla; es como si a mí me prohibiesen pescar salmonetes en Siberia. Pero, ya que un obispo se ha puesto a tiro, leña al mono, que lleva mitra. Distintas eran las cosas en el siglo XIII, cuando el Papa Inocencio III excomulgó al Rey Felipe Augusto, de Francia, a Otón IV de Alemania y al mismísimo Juan Sin Tierra, Rey de Inglaterra. Entonces los monarcas temblaban ante el peligro de su condenación eterna. Pero, a día de hoy, un obispo le dice a Celia Villalobos que se va a quedar sin comulgar, y la señora de Arriola se desternilla de risa en la cocina o aprovecha para zurrarle al mitrado. Y está claro que han optado por la segunda opción.
¿Qué ha dicho Mons. Martínez Camino? Realmente, nada. Quiero decir, nada nuevo; nada que no fuera la doctrina secular del Magisterio de la Iglesia, la enseñanza del mismo Evangelio, en el que matar está mal visto, y hasta la misma Ley otorgada por Dios en el Sinaí, cuyo quinto mandamiento prohíbe acabar con la vida del vecino. En resumidas cuentas, el Portavoz de la Conferencia Episcopal ha recordado que quien vota a favor de una ley que convierte el homicidio en un derecho está cometiendo un pecado; que si la votación es pública, el pecado es público también; y que quien se encuentra en una situación de pecado público no puede ser admitido a la Sagrada Comunión, lo cual se desprende, por los cuatro costados, de las cartas de San Pablo y de la doctrina de la Iglesia. Punto. La misma penitencia privada no sería suficiente para ser readmitidos a la Comunión -salvo de forma igualmente privada-. Haría falta una retractación pública para que esos políticos pudieran volver a recibir públicamente el Sacramento de la Eucaristía. Como corresponde a su papel, Mons. Martínez Camino ha ejercido de portavoz, y ha portado la voz de la Conferencia Episcopal, la voz de la Iglesia, y la voz de las Sagradas Escrituras. ¿A qué tanto escándalo?
Sin embargo, existen, al menos, dos personas que sí deberían haberse dado por aludidas, y de quienes, hasta la fecha, no he escuchado ninguna declaración: la primera es José Bono. Al Presidente del Congreso lo hemos visto comulgando, ante las cámaras, de manos de varios obispos, y hasta comulgando con bizcochos en San Carlos Borromeo... Dejaré a un lado lo de los bizcochos, que es asunto que se me escapa, y me preguntaré cómo va a reaccionar cuando, en la próxima ocasión, ocupe banco en alguna misa catedralicia y llegue el momento de levantarse para comulgar. ¿Se quedará sentadito en el banco, o pondrá al Obispo en la tesitura de tener que negarle el Sacramento? Difícil lo va a tener, a partir de ahora, porque toca retratarse, y ya no puede tener encendidas las dos velas: o la de San Miguel, o la del Diablo.
El segundo caso verdaderamente difícil es el del Rey de España. Las palabras de Mons. Martínez Camino le afectan directamente, porque él tendrá que firmar la Ley que emane del Parlamento. La sombra de su cuñado, el Rey Balduino, se cierne sobre él como la voz de una conciencia aún no apagada del todo... No escribiré más, por respeto y por prudencia. Pero me da la impresión de que a Su Majestad le quedan bastantes misas todavía. Algo habrá que hacer, Señor.
José-Fernando Rey Ballestero, escritor