Toda institución, toda corporación, toda asociación de personas tiene unas opiniones, creencias o principios que constituyen su razón de ser y sin las cuales quedaría inmediatamente disuelta. El hombre que quiere pertenecer a una asociación cualquiera debe estar de acuerdo con esas opiniones que constituyen el motivo de la cohesión, que la convierte en esa asociación y no en otra, que la distingue de una mera aglomeración. El hombre que se une a una asociación de vegetarianos, por ejemplo, debe estar de acuerdo con los postulados del vegetarianismo, y sería expulsado de dicha asociación si se dedicara a hacer apología de los chuletones.
La Iglesia Católica, aunque no es solamente una institución o asociación humana, lo es también en cuanto Dios ha dejado parte de su gobierno a los hombres (recordemos que la Iglesia es teándrica, es decir, tiene una parte divina y otra humana). Por lo tanto, en cuanto institución humana, se rige por la misma lógica interna de todas las instituciones: admitir en su seno a quienes están de acuerdo con sus creencias (dogmas y doctrinas) y no admitir o expulsar a quienes tienen opiniones diferentes. En este sentido, como se ve, no pide algo que no pida cualquier otra asociación humana. Si un católico no está de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, si no considera pecado lo que ella ha considerado siempre como tal, debe ser expulsado de esa institución como sería expulsado de la asociación de vegetarianos aquel apologeta de la carne.
Esta aclaración parece innecesaria a fuerza de ser obvia, y sin embargo en los últimos tiempos cierto sector de la Iglesia católica ha decidido abandonar esta verdad elemental. Parece que cada católico, ya sea laico o eclesiástico, puede contradecir a san Pablo, corregir el Catecismo, impugnar decisiones de Papas y Concilios, despreciar la Tradición o rectificar a los Padres y Doctores de la Iglesia con total impunidad, sin que por ello sean reprendidos o amenazados con la excomunión. Un católico puede decir públicamente que está a favor del aborto o la sodomía sin que por ello nadie piense en dejar de considerarlo católico. Y lo más inaudito es que cuando un verdadero católico se atreve a denunciar esta situación y a criticar esos atentados diarios contra la doctrina católica, es acusado por algunos de crear división. La casa se quema y aquel que grita «fuego» es acusado de ser un pirómano.
Al parecer, debemos contemplar indiferentes la destrucción de aquellas doctrinas que los santos defendieron con sus virtudes, los Doctores con su inteligencia y los mártires con su sangre; debemos permanecer impasibles mientras saquean nuestra casa común y derrumban sus columnas; debemos consentir la guerra contra nuestra religión por miedo a ser acusados de perturbar la paz.
¿Y qué excusa, qué subterfugio se utiliza para convencernos de que debemos actuar como enemigos pasivos de la Iglesia? Es que, según ellos, hay que tolerar a los malos católicos, pues de lo contrario caemos en el donatismo.
Sin duda la permixtio, es decir, la mezcla de buenos y malos dentro de la Iglesia, es un concepto defendido por los Padres y Doctores de la Iglesia y que se desprende de varios pasajes del Evangelio, algunos de ellos tan explícitos que más que una exégesis necesitan tan sólo un lector.
Pero el concepto de permixtio no es aplicable al caso presente. Un católico que no está de acuerdo con la doctrina de la Iglesia no es un mal católico, sino un no católico, al menos si persiste en su error. Los malos católicos son aquellos que a pesar de aceptar la doctrina de la Iglesia católica no viven de acuerdo a ella; a esos se les debe tolerar como paja que no debe ser separada del trigo sino por nuestro Señor (Mt 3,12). Pero quienes niegan la doctrina misma no pueden ser tolerados, o no de la misma manera, porque al dejar de ser católicos dejan de entrar en la categoría de malos católicos y se convierten en malos, sin más.
En este sentido sigue siendo válida la analogía con las demás asociaciones humanas. El hombre que pertenece a una asociación ecologista, por ejemplo, podrá seguir siendo miembro de dicha asociación a pesar de que incumpla de vez en cuando y en la práctica algunos de sus principios (lo cual sucede muy a menudo, por cierto), pero será expulsado si niega directamente esos principios. Hay una gran diferencia entre no ser coherente y ser disidente.
San Agustín defendió la permixtio en su disputa contra los donatistas, quienes afirmaban que sólo los puros y los santos podían administrar los sacramentos. Pero san Agustín, que en sus polémicas contra los donatistas argumentó a favor de la mezcla de buenos y malos dentro de la Iglesia, distinguía perfectamente entre los malos católicos, que negaban con sus hechos lo que confesaban con su boca, y los herejes, que negaban con sus hechos y con su boca la doctrina de la Iglesia. Los primeros deben ser tolerados; los segundos, corregidos y excomulgados si persisten en su error. En su opúsculo Diecisiete cuestiones sobre el evangelio de San Mateo escribe: «entre los herejes y los malos católicos hay esta diferencia: los herejes creen doctrinas falsas, y los otros, aunque creen en la verdadera, no viven como creen». Por eso san Agustín no dejó de combatir públicamente a los herejes, mientras que a los malos católicos intentaba corregirlos en privado o con sus sermones.
San Jerónimo, san Juan Crisóstomo, san Ambrosio, san Cipriano, san Atanasio, san Ireneo; todos distinguían perfectamente entre los católicos que no vivían de acuerdo con la fe católica y aquellos que directamente la negaban. Por eso combatieron el error allí donde lo descubrieron, corrigiendo tanto a laicos como a hermanos en el sacerdocio, y al mismo Papa cuando fue necesario.
Los católicos que hoy ponen en duda la doctrina de la Iglesia, ya sean laicos o religiosos, no deben ser considerados como malos católicos, sino como no católicos, al menos en la medida en que persistan en su error. Aquel que niega la doctrina de la Iglesia en cuanto a la homosexualidad o el aborto, ya se llame Joe Biden o Tucho Fernández, debe ser considerado como no católico mientras no se corrija y no acepte el magisterio de la Iglesia católica en su totalidad.
Si no volvemos a esta clara distinción y fijamos claramente la línea divisoria que separa al mal católico del no católico, las doctrinas anticristianas irán penetrando lentamente en el interior de la Iglesia hasta desfigurarla. La unidad de doctrinas que conecta a todos los católicos contemporáneos entre sí, a los contemporáneos con todos los católicos del pasado y a unos y otros con los apóstoles y con Jesucristo, será aniquilada; los santos de todas las épocas nos parecerán extraños, y no compartiendo sus principios tampoco podremos seguir su ejemplo, por lo que la santidad dejará de tener sentido; la Tradición no será más que una mera sucesión de opiniones sin ninguna autoridad, y podrá ser rechazada a capricho; se eliminará con efecto retroactivo el mérito de los mártires, pues al impugnar las doctrinas por las que murieron también se impugnará el valor de su muerte; todos los Papas del pasado pasarán a considerarse como infaliblemente equivocados, incluyendo al mismo San Pedro, de quien toma origen la sucesión.
Todo esto llegará necesariamente si dejamos que las doctrinas católicas puedan negarse impunemente dentro de la misma Iglesia, si no protegemos la frontera espiritual que nos separa del mundo y defendemos nuestra identidad. Denunciar la actual situación y sus consecuencias a corto y largo plazo no es crear división, sino prevenirla, porque la verdadera división, la que de verdad puede separarnos tanto en esta vida pasajera como en la otra eterna, es aquella que con el pretexto de una tolerancia mal entendida y peor practicada quiere separarnos de los apóstoles, de los santos, de los mártires, de los Padres y Doctores de la Iglesia, de los Papas, de los católicos de todos los tiempos y de todos los lugares, y por lo tanto de Jesucristo. Contra esa división combatimos. Si el cinismo quiere acusarnos por ello de crear división, sólo responderemos que la acusación es digna de su filosofía.