Las revoluciones anteriores se han dado en el orden social, político, económico, moral. La francesa (siglo XVIII), la comunista (XX), la ruptura moral de los 60 (mayo francés)… todas se han opuesto al Cristianismo y, paradójicamente, ninguna de ellas puede prescindir de elementos de la tradición cultural cristiana ni concebirse fuera de este ámbito. Hoy, sin embargo, estamos inmersos en una revolución distinta: persistente, incruenta, omnipresente -a veces, de forma subliminal- en la cultura, en la enseñanza, en los medios. Ya no se trata de colocar al hombre en una sociedad donde se reconozca su soberanía, ni conducirlo a un paraíso sin lucha de clases (ya que una de las clases ha sido eliminada), ni llevarlo a una total liberación, que se identifica con sus deseo y problemas. Esta nueva revolución, a la que podemos llamar antropológica, pretende hacer una mutación en el concepto mismo de hombre, reduciéndolo a alguno de sus elementos constitutivos --su carácter de ser vivo, su condición animal, su capacidad de razonamiento lógico…- Se trataría, en última instancia, de destruir el concepto de hombre que hemos sustentado en una larga tradición cultural y religiosa.
Los elementos del debate son radicalmente nuevos, aunque nada surge ab nihilo y todo tiene sus antecedentes. Las consecuencias son graves; no sólo se han producido cambios en las costumbres, también en la legislación de muchos países, por lo que ya no hablamos de opiniones o hipótesis, sino de normas de obligado cumplimiento. Nos situamos en un nuevo paradigma que parece colocar en el terreno de las antiguallas al ser humano dotado de libertad y razón y poseedor de una dignidad inalienable.
De esta ardua batalla en la que estamos inmersos trata este libro Llamados a encontrarnos. Su autor es titular de una parroquia malagueña y profesor en Centro de Teología de la diócesis. Posee una sólida formación en Antropología Teológica, como lo avala su tesis doctoral dirigida por Mons. Ladaria[1], y otras publicaciones.
Primeramente, destaco que es un acierto situar el ámbito de este debate en el terreno antropológico. Escribe: «No hay proyecto de sociedad, manifestado en sus instituciones, modos de vida, legislación, producciones técnicas y espirituales… que no esté alentado por una visión antropológica» (p.9).
En este ámbito aparecen las antropologías antihumanistas, las que el autor llama del «desencuentro». Castro hace un resumen de este complejo panorama, distinguiendo acertadamente las corrientes del Posthumanismo (pp. 20-26) y las del Transhumanismo (pp. 26-29). Por un lado engloba en el Posthumanismo aquellas visiones del hombre que lo reducen a su condición, biológica, animal, a un ser movido por sus instintos y, en todo caso, por su voluntad. Aquí tenemos una serie de tendencias que están en plena expansión: la ideología de género, los nuevos modelos de familia, el animalismo, el especismo. Por otro lado, el Transhumanismo (concepto de moda entre muchos pensadores actuales) que presenta al hombre como una máquina de pensar sumamente compleja, que puede ser sustituida en un futuro por la inteligencia artificial, por la realidad virtual. Aquí podemos encajar la idea del «Metaverso» (una realidad virtual sustituyendo a la «real») o las ficciones futuristas de Blade Runner, en la que hombres y androides conviven casi en pie de igualdad en una utopía robótica que ya no parece tan lejana.
El pobre ser humano se encuentra en tierra de nadie. Por debajo queda el sistema biológico, regido por las leyes ciegas de la naturaleza, sin otra guía que una voluntad confundida con el deseo. Por encima, la sofisticada creación técnica del propio hombre que puede sustituir a lo que creíamos que era la maravillosa mente humana.
Frente a esas antropologías que nos deshumanizan, Castro propone una antropología cristiana, que él define por el rasgo del «encuentro». Encuentro con los demás y con el Creador. Encuentro que es consecuencia del carácter «referencial» del ser humano, como tantos pensadores cristianos (Laín, Zubiri, Marías) han destacado. El hombre es un ser con el otro, para el otro, desde el otro. Frente al sartriano «los demás son el infierno», oponemos la visión cristiana de los demás como base en la que fundamentamos el sentido del propio yo.
Se trata, de una antropología con una dimensión esencialmente crística. Cristo como «hombre perfecto y perfecto hombre» es el punto desde el que se parte y hacia el que se tiende.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? ¿Dónde están las raíces que han alimentado este árbol? El autor comienza hablando del giro antropológico de la cultura occidental, de cómo el hombre se convirtió en el centro de todas las preocupaciones. «La era moderna se caracterizó por colocar en el centro de toda perspectiva al ser humano. Los diversos humanismos tenían en su núcleo una visión acerca de qué es el hombre, qué es lo verdaderamente humano, y sobre la base de este criterio conformaban sus propuestas morales, sociales, políticas… (p.13). Es ese dilatado proceso humanista, ilustrado que desemboca en la declaración de los Derechos Humanos (p. 106) y avanza paralelo al proceso de secularización (p. 106) que, entre otras cosas, da lugar al estado laico.
Este largo proceso del humanismo puede definirse como antropocéntrico: «A lo largo de toda la era moderna lo que se ha plasmado cultural e ideológicamente en nuestra sociedad ha sido el imaginario antropocéntrico, ligado a la convicción acerca de la dignidad de cada ser humano» (p. 10).
Ahora bien, un concepto del hombre sin referencia a Dios termina siendo un concepto inhumano. «El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano» (107). Y esa antropología sin Dios tiene sus consecuencias, su inevitable vertiente práctica: la indiferencia hacia los demás, su consideración de meros objetos de los que me interesa su utilidad.
¿Estaba ya en ese giro antropocéntrico la semilla de estas antropologías inhumanas? ¿No se imponen esas antropologías en la medida en que avanza ese proceso de secularización? La repuesta a estas preguntas es, cuanto menos, inquietante.
Lo cierto es que nada es nuevo. En el comienzo del Génesis ya aparece esta situación especialmente paradójica del ser humano, esta continua tensión entre dos polos. Dios hace a su criatura del «barro de la tierra»; he aquí el humus primario, natural de donde surge; no es un ser angélico sino una criatura amasada con la tierra de este mundo, limitado por las leyes naturales que rigen el mundo material. En el otro extremo está su aspiración irrefrenable: «el Árbol de la ciencia del bien y del mal»; es decir, poseer la inteligencia infinita de su Creador, serlo él mismo. Esta tentación henchida de soberbia, la pretensión fáustica que roza lo demoniaco. En esta primitiva escena están planteados ya el posthumanismo (barro de la tierra) y el transhumanismo (árbol de la sabiduría). Entre estos dos extremos, al hombre le queda sólo el camino del encuentro: la comunión con su Creador y, en consecuencia, con las otras criaturas; vivir de acuerdo a sus Leyes con la ayuda de su Gracia.
Francisco A. Castro Pérez, Llamados a encontrarnos. Ser humano en un tiempo inhumano, Sal Terrae, 2023
[1] Cristo y cada hombre. Hermenéutica y recepción en la Antropología Teológica del principio de solidaridad del Verbo encarnado en cada ser humano (Gaudium et Spes, 22), Universidad Gregoriana de Roma, 2010.