En las disputas entre católicos acerca de cuestiones de doctrina moral, cada vez es más frecuente ver cómo la parte laxa acusa a la parte ortodoxa de fariseísmo. La práctica es tan habitual que el epíteto «fariseo» se ha convertido en una subclase de la falacia ad hominem, previsible contra el católico que se opone a la ideología de moda.
Esta tendencia he podido observarla en las disputas que se mantenían entre terceros, pero también la he padecido en mi propia piel. Hace algunos días, sin ir más lejos, tuve la osadía de afear el lenguaje obsceno que un conocido autor católico empleaba en uno de sus artículos, lenguaje que no pienso reproducir aquí por respeto al lector. Un admirador exaltado del autor salió entonces en su defensa, y me reprochó que el mío era un «escándalo farisaico». Seguramente la continua lectura de su admirado y procaz autor le había alejado de otros autores, como san Pablo, así que me pareció oportuno recordarle estas palabras del apóstol en su Carta a los efesios: «Ni palabras deshonestas, ni necedades, ni truhanerías, que no convienen, sino antes bien acciones de gracias».
Aclaremos que el reproche que lanza Jesús a los fariseos, y que ha hecho que el nombre de aquella secta judía haya pasado a ser proverbial, tenía como objetivo criticar su estricta observancia de las leyes mosaicas más triviales («pagáis el diezmo de la menta, del eneldo y del comino») mientras se desentendían de las más importantes («y descuidáis lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad»). Jesús no les reprocha que observen las leyes pequeñas, sino que no observen también las grandes, como aclara acto seguido en el mismo pasaje de Mateo: «y estas son las cosas que debíais haber hecho, sin descuidar aquellas». Luego si los fariseos hubieran observado la justicia, la misericordia y la fidelidad, no se les hubiera reprochado que pagaran el diezmo de la menta, el eneldo y el comino.
Parece, pues, que tendría algún sentido llamar «fariseo» al católico que sólo se preocupa por ciertas doctrinas de la Iglesia menos graves mientras viola aquellas más importantes. Ciertamente la semejanza no sería exacta, porque la menor ley evangélica vale mucho más que la menor ley mosaica, por la misma razón por la que el cuerpo vale más que su sombra. Sin embargo, digo que tendría algún sentido porque se entendería al menos la comparación, y se pasaría de puntillas sobre las diferencias de que toda comparación adolece en mayor o menor grado.
Pero en los casos que he podido padecer y observar, la semejanza no aparecía por ninguna parte. Aquel admirador del que he hablado podría haberme acusado de fariseo si yo criticara el lenguaje obsceno que san Pablo y todos los santos han prohibido utilizar, pero escribiera a favor de transgredir otras doctrinas más graves; es decir, si predicara contra los pecados veniales y a favor de los mortales. Entonces la acusación sería entendible. Pero no supo decirme dónde estaba mi incoherencia o mi falta de proporción; le había bastado mi crítica del lenguaje obsceno para llamarme «fariseo», sin indicar, como lo hizo Jesús, esas otras leyes más graves a las que yo faltaba, y que es la esencia del reproche evangélico.
Pero casos como el que acabo de citar son los menos frecuentes, y aunque parezca increíble, no son los más incoherentes. Porque si es absurdo llamar «fariseo» al católico que defiende la doctrina moral de la Iglesia en sus puntos menos graves, aun sin saber si observa o defiende las doctrinas más importantes, es todavía más incoherente, y el colmo del ridículo, llamar «fariseo» a un católico precisamente por defender esas doctrinas de vital importancia cuya transgresión comporta materia de pecados graves y mortales.
Sin embargo, eso es precisamente lo más habitual. Es acusado de fariseísmo el católico que se opone a la sodomía, el católico que se opone al aborto, el católico que se opone a la transexualidad, el católico que se opone a todas las aberraciones de moda que atentan contra la ley natural; es acusado de fariseísmo el católico que está de acuerdo con la Tradición, con los Padres y Doctores de la Iglesia, con los santos. En una palabra, es fariseo el católico que permanece fiel al depósito de la fe.
Así es como han retorcido las palabras del Evangelio. Si Jesús acusó a los fariseos de no defender la justicia, la misericordia y la fidelidad, estos herejes infiltrados acusan a los católicos de ser fariseos precisamente por defender la justicia, la misericordia y la fidelidad. Creen parecerse a Cristo lanzando su misma acusación, pero como la utilizan en sentido contrario, acaban por parecerse al Anticristo.
Que ningún católico se preocupe, pues, si es llamado «fariseo» alguna vez; es más, preocúpese si no recibe de vez en cuando esa acusación, pues es señal de que algo no está haciendo del todo bien.